domingo, 8 de abril de 2018

La herencia Valdemar

   Puede resultar sorprendente que hoy quiera hablaros de una película como esta. En primer lugar, porque se trata de una cinta de terror española (atípica, por tanto, dentro del panorama cinematográfico actual de nuestro país, pese a las honrosas excepciones que nos brindan las ya archiconocidas Rec y Verónica), y en segundo lugar, porque sufrió el menosprecio apabullante del público y de (parte de) la crítica especializada. Pero, en cuanto a esto último, dicho menosprecio no vino propiciado por la mala calidad (tanto técnica como temática) a la que nos tiene acostumbrados el séptimo arte español, sino precisamente por todo lo contrario, es decir, por intentar despegarse de él lo máximo posible. En efecto, consciente de que el mal que asola nuestro cine estriba en las malhadadas subvenciones públicas, que condicionan irremediablemente tanto el interés de sus creadores (ya que les pagan, les da igual el éxito de taquilla, los gustos de la platea o la calidad de su obra) como la temática que nos suelen presentar (no salimos de la comedia costumbrista, de la homosexualidad, de la transexualidad, de los curas malos, de la Iglesia perversa, de la Guerra Civil, del franquismo, del postfranquismo, de las víctimas del franquismo, de la Transición, de la memoria histórica y etcétera), el director de esta película prescindió absolutamente de ellas, por lo que gozó de una libertad artística que pocas veces hemos visto en nuestras pantallas; por otro lado, y en base a esta libertad, tomó como referencia el cine comercial americano, por lo que quiso vendernos un doblete que sentó muy mal a los espectadores.

   Ciertamente, así como el gran Quentin Tarantino quiso presentarnos su magistral Kill Bill en dos mitades, George Lucas afrontó la tragedia de los Skywalker en una nueva trilogía galáctica, y Peter Jackson rodó El señor de los anillos (o El hobbit) como un solo film de tres larguísimos episodios, José Luis Alemán escribió y dirigió La herencia Valdemar (José Luis Alemán, 2009) como un inmenso prólogo de su inmediata secuela: La herencia Valdemar II. La sombra prohibida (José Luis Alemán, 2010). Pero, mientras que en aquellos filmes se trató de un astuto ardid propagandístico, en estos fue un auténtico despropósito, puesto que nadie (o muy pocos) sabían que formaban parte de un díptico; de este modo, cuando el público fue al cine a ver la primera entrega, se encontró con una película inacabada y pensó que se le había engañado, para que también acudiese ulteriormente a ver la segunda (hasta tal punto llegó el enfado que el propio Alemán tuvo que salir a disculparse a través de una carta pública a los espectadores españoles: aquí). Pero aquí no acaba todo, puesto que un espectador que haya disfrutado de la primera irá sin dudarlo a ver la segunda, aunque no tenga conocimiento de la existencia de esta hasta que vea los créditos de aquella; el principal problema fue que ese inmenso prólogo que es La herencia Valdemar respecto de su secuela es a su vez como una película dentro de otra, puesto que la trama detectivesca con la que comienza (y que es la que luego se desarrollará profundamente en La herencia Valdemar II. La sombra prohibida) es bruscamente interrumpida por un largo flashback (prácticamente dura todo el metraje, salvo los veinte minutos iniciales, consagrados a esa trama detectivesca) que pretende ser asimismo un prólogo de dicha trama detectivesca. En fin, un lío que (comprensiblemente) no gustó nada al público, que pagó por ver una cosa, pero vio otra (¡y encima una cosa inacabada, porque tenía que ver la segunda parte para saber cómo acababa todo!): no es de extrañar, pues, que todo el mundo se enfadara y que no recompensara la película con las ganancias que merecía (de los catorce millones de euros que costó, no recaudó ni siquiera uno). Así que, frente a este panorama, uno se puede preguntar lo siguiente: ¿es realmente tan mala?




   Para responder a esta pregunta, creo que debemos dividir la película en dos partes (independientemente de su secuela): por un lado, la trama detectivesca de la que ya nos hemos hecho eco; por el otro, el largo flashback que narra la leyenda de la mansión Valdemar y que, al mismo tiempo, propicia dicha trama detectivesca. En relación a la primera mitad, debemos decir que se trata de un manido argumento, ambientado en la actualidad, sobre la desaparición de una chica en la citada mansión, que es conocida por todos como un lugar maldito; esto impulsa una búsqueda por parte de sus compañeros de trabajo y hasta de un pintoresco policía, que pretende ser gracioso y moderno para ganarse nuestro respeto, pero que provoca en el espectador más vergüenza ajena que admiración. No obstante, y a pesar de sus irritantes defectos, dicho policía consigue información sobre los sucesos que rodean a la casa, encontrando así que esta estuvo habitada por una extraña (aunque hospitalaria y caritativa) familia que sentía cierto interés por el ocultismo. Y aquí empieza la segunda mitad. Nos encontramos ahora en pleno siglo XIX: la familia Valdemar no puede tener hijos, por lo que decide formar un hogar de acogida para niños, que luego darán en adopción; sin embargo, la penuria económica llega a su casa, por lo que deben encontrar un método para obtener beneficios y continuar con su labor social. Como a la sazón las ciencias ocultas están teniendo cierto auge entre la población española, deciden consagrarse a ellas, ofreciendo a sus vecinos diferentes sesiones de espiritismo, así como una fotografía psíquica del fantasma que haya sido invocado. Aunque ellos realmente no crean en su nueva afición, sino en la remuneración que esta les reporta, sus sesiones atraen sobre la casa la presencia de peligrosísimos demonios del inframundo.

   Respecto de la primera mitad, debemos decir, en efecto, que se trata de una trama insulsa y sin interés, que recurre a los territorios que ya han sido trillados una y otra vez por el cine policiaco y de misterio, pero sin innovar en ninguno de ellos; además, está plagado de interpretaciones sobreactuadas, de diálogos absurdos e irrisorios y de alguna que otra situación cómica (sin querer serlo, que es lo peor). Pero, por suerte, esto solo dura los veinte minutos iniciales, ya que, después de estos, comienza ese largo flashback que, como hemos dicho, es en sí mismo una (otra) película. Y ahora sí, nos encontramos ante una obra casi magistral, en la que podemos hallar una historia absorbente y bien cuidada, donde priman una puesta en escena clásica y muy cinéfila y unas actuaciones esmeradísimas; encontramos unos diálogos sabrosísimos, que parecen extraídos de cualquier novela decimonónica de los maestros Allan Poe y H.P. Lovecraft (no en balde, este último aparece en los créditos como inspirador de la cinta), y unos giros argumentales propios de la literatura gótica. De esta manera, tan magníficamente rodada está esta analepsis que, si fuera una película en sí misma, entroncaría de inmediato con el buen cine de terror que se gestó en nuestro país allá por los años sesenta y setenta (La marca del hombre lobo, La noche de Walpurgis o El espanto surge de la tumba) y hasta con la flamante obra del gran Roger Corman, creador del género gótico cinematográfico por antonomasia, con El palacio de los espíritus (Roger Corman, 1963) a la cabeza. Pero, por si esto fuera poco, la película muestra una interesantísima enjundia sobre los peligros que conlleva el ocultismo, y con este fin, recurre a la conocida figura de Aleister Crowley (1875-1947).


     

   ¿Quién es Aleister Crowley? Aunque muchos de los lectores ya estén familiarizados con su nombre, debemos recordar que este sujeto, nacido en el Reino Unido en pleno auge del ocultismo europeo, fue conocido como "el hombre más perverso de su tiempo", puesto que divulgó por todo el mundo la doctrina satanista que ha llegado hasta nuestros días. En efecto, bajo su famoso lema, "haz lo que quieras", propaló por Occidente las supuestas doctrinas esotéricas que había importado del Oriente, mezclando el yoga, la magia negra, la cábala y la egiptología, entre otras cosas, con su obsesión por el diablo y el anticristianismo; organizó (y participó en) numerosísimas sesiones espiritistas, en invocaciones demoníacas a través de la ouija y hasta en sacrificios y misas negras; fundó multitud de sociedades secretas de carácter gnóstico o iluminista, y hasta, por este motivo, quiso concitar todos los saberes y misterios de la humanidad. En sus incansables viajes alrededor del mundo para investigar sobre sus intereses y para divulgar su doctrina, llegó a España, donde, según parece, reafirmó su animadversión hacia la Iglesia y donde pudo conocer de primera mano tanto la  impronta de la cultura árabe en nuestro país (misteriosamente, a los ocultistas les encanta este sector cultural) como las leyendas y cuentos acerca de las brujas y la Inquisición (para saber más, aquí). Basándose, pues, en este viaje real, la cinta nos lo presenta rondando la ficticia mansión Valdemar (por cierto, un nombre que no solo homenajea al célebre cuento de Allan Poe, El extraño caso del señor Valdemar, sino también al licántropo Valdemar Daninski, interpretado en numerosas ocasiones por Paul Naschy, coprotagonista de la peli que nos ocupa), interesado por las sesiones espiritistas que está llevando a cabo en ella la familia que le da nombre. Pero lo interesante es que, en un momento dado, los Valdemar le espetan que ninguna sesión ha sido auténtica, a lo que él responde que sí, ya que, mediante su juego ingenuo, han sabido despertar a los demonios del infierno.

   Como decimos, aquí subyace toda una profunda enjundia sobre los juegos ocultistas (desconozco si esta era la intención del director, pero sin duda ha dado en el clavo). En efecto, en esa respuesta que otorga Crowley al matrimonio Valdemar, se halla la verdadera esencia maligna que caracteriza a las prácticas que hoy hemos asumido como inocuas: la futurología, el tarot, la numerología, la magia, el yoga (recordemos que Crowley era gran seguidor de esta práctica y que la vinculaba con el satanismo), el reiki e incluso la ouija, de nuevo en peligroso auge entre los jóvenes (si quieres saber más sobre todo esto, pincha aquí). Es evidente que muy pocas personas recurren a dichas prácticas con fines nocivos (se supone que el yogui quiere alcanzar el sosiego anímico mediante sus ejercicios físicos, y que en las sesiones espiritistas solo se procura contactar con las almas de los difuntos para hablar con ellos), pero lo cierto es que, sin saberlo, se están sometiendo a las prácticas satanistas que abren las puertas al diablo, como el niño que, inocentemente, se somete a los juegos perversos del adulto que quiere abusar de él (el famoso exorcista Gabriele Amorth recuerda que, detrás de toda invocación espiritista, siempre está el demonio... ¡aunque se disfrace del alma de un familiar nuestro! -aquí). Por otro lado, la supuesta eficacia de estos métodos aparta irremediablemente de Dios, que no se somete al hombre de la manera en que estas fuerzas parecen subyugar a los espíritus: la tranquilidad que nos otorga el quiromante, por ejemplo, al advertirnos acerca de nuestro futuro, nunca la encontramos de manera tan supuestamente evidente en la oración al Padre, por lo que es preferible pagar al que nos lee la mano y nos cuenta lo que nos va a pasar que estar embebido de una oración que no me dice nada. No es extraño, pues, que, tras la sesión espiritista en la que participa el Crowley de la película (y hasta Bram Stoker, otro epítome del ocultismo europeo del siglo XIX), este espete que nadie puede controlar en verdad las misteriosas fuerzas de lo oculto, aunque creamos lo contrario.




   Por todo ello, creo que se trata de una película que debemos recuperar sí o sí. En efecto, una vez que han transcurrido casi diez años desde su polémico estreno, hoy se nos presenta como un film muy interesante, desgraciadamente atípico dentro de nuestro cine y deudor del terror más clásico de la cinematografía hispana y universal (así como de la buena literatura gótica del XIX). Respecto de la mamarrachada que supone el acusarla de fraude por pretender vendernos un díptico sin saberlo, ¿cuántas veces nos hemos tragado pelis del mismo tipo (o aun sabiéndolo, que es peor) sin menospreciarlas, como ocurre con las últimas de la saga Star Wars, que son execrables? En cuanto a la idea de insertar dos películas en una sola, concedo la diatriba, porque habría funcionado muy bien si se hubiera centrado solamente en el manido flashback, pero ¡anda que no habremos visto cosas peores en una sala de cine, y aún así se lo perdonamos! Tal vez todas estas críticas formen parte del complejo que nos caracteriza a los españoles, que deploramos todo lo que sea nuestro (y si es bueno, lo deploramos aún más); de este modo, si fuera una cinta norteamericana, aplaudiríamos con las orejas cada vez que la viéramos (como ocurre allí con The Room, por ejemplo) y hasta la elevaríamos a los altares del frikismo, pues cumple todos los requisitos de las rarezas cinematográficas que tanto nos gusta a los parroquianos freaks (fracaso de taquilla, cinta experimental, denostada por la crítica...). Pero como es española, la despreciamos (y eso que yo suelo despreciar mucho el interesado, subvencionado y malintencionado cine español, de cuyas malignas influencias se aparta esta obra).

   Por otro lado, si sois cristianos, creo que encontraréis en ella un elocuente discurso sobre las fuerzas del mal, que campan a sus anchas por nuestro mundo (sé que suena a prólogo de El señor de los anillos, pero es que es así), y que lo hacen, sobre todo, gracias a esos inocentes juegos ocultistas que siempre están de moda. Como afirma el Crowley de la cinta, "nunca terminamos de controlarlas del todo, sino que son ellas las que al final nos controlan totalmente a nosotros". Sin duda, un claro resumen de todo lo que aquí hemos manifestado.




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