domingo, 18 de marzo de 2018

María Magdalena

   Creo que los lectores de este blog son lo suficientemente inteligentes como para saber que, si una película religiosa es ampliamente publicitada, tiene gato encerrado. En efecto, aunque no lo parezca, a lo largo del año se producen multitud de largometrajes de temática religiosa, pero estos difícilmente llegan a nuestras pantallas, o bien carecen de la publicidad que merecen (pese a que muchos de ellos son infinitamente mejores que los grandes estrenos que llegan a nuestras salas). Es el caso, por ejemplo, de Converso (David Arratibel, 2017), Garabandal, solo Dios lo sabe (Brian Alexander Jackson, 2017) y la más reciente El caso de Cristo (Jon Gunn, 2017), para cuyo visionado hay que arrostrar una auténtica odisea, o bien apoyar campañas de proyección en internet. Por eso, cuando la cinta que nos ocupa ha sido publicitada en todos los medios o incluso nos asalta en nuestras páginas favoritas cuando navegamos por la red, debemos levantar la ceja y amusgar los ojos, porque no debe de ser trigo limpio.

   Ciertamente, la trampa que oculta esta película es el feminismo. Pero no estamos hablando del feminismo loable que pretende reivindicar la figura de la mujer como artífice necesaria de la historia del hombre, ni de ese feminismo (también loable) que aspira a igualar ambos sexos (si es que alguna vez han estado tan diferenciados en la historia de Occidente como vemos que actualmente están diferenciados en Oriente), sino de ese feminismo sectario que atiborra los canales de televisión y el actual mundo de la farándula con la única intención de humillar y derrocar al varón; de ese feminismo que ha inventado el término "heteropatriarcado" para hacerse la víctima frente a un mundo que considera machista y opresor (un mundo en el que, por otro lado, las mujeres pueden trabajar en lo que quieran, vestirse como deseen y ese largo etcétera que les está vedado en los países de raigambre musulmana, a los que, por cierto, no han llevado su lucha reivindicadora). La verdad es que el cine ha tardado mucho en darse cuenta del filón que le proporciona en este sentido la figura de santa María Magdalena, ya que, en una época en la que todo debe pasar por el filtro feminista, esta mujer podría haberse erigido anteriormente como su adalid; sin embargo, tal vez por desconocimiento religioso (¡y eso que el papa Francisco les tendió la mano cuando la puso como ejemplo de reivindicación feminista! -aquí),  o porque había que esperar que esta ola llegase a su cénit, no ha sido hasta ahora en que se han fijado en ella (no es casual que la protagonista sea interpretada por Rooney Mara, actriz de Millennium. Los hombres que no amaban a las mujeres, basamento cinematográfico del feminismo de hoy).




   De santa María Magdalena sabemos más bien poco, aunque la tradición siempre nos la ha presentado como una prostituta arrepentida que quiso seguir las huellas de Cristo; es cierto que, en los Evangelios, también aparece como una mujer de la que Jesús expulsó hasta siete demonios, pero los exegetas no se ponen de acuerdo en si se trata de una metáfora sobre su citado pasado y consecuente arrepentimiento, o si es una alusión a un exorcismo real que el Señor hizo sobre ella. Sea como fuere, aparece mencionada entre el grupo de mujeres que acompañaban a Jesús y a los Doce, como testigo directo de la crucifixión de aquel y como fuente preeminente de su resurrección (recordemos que, según el evangelio de san Juan, el Señor se le presentó a ella y le ordenó que se la comunicase a los apóstoles). Esto ha dado pie a todo tipo de conjeturas románticas y hasta heréticas, pero ninguna de ellas ha encontrado el amparo de la Iglesia, que comprensiblemente las ha visto como calentones pseudorreligiosos que muy poco tienen que ver con la verdad histórica y sí mucho con intenciones aviesas (estoy pensando en filmes como La última tentación de Cristo, Jesucristo Superstar o El código Da Vinci, donde se presenta como esposa del Señor y fundadora de su supuesta estirpe -una teoría que, por otro lado, es recogida de los libros esotéricos que proliferaron  en las librerías durante los setenta y ochenta); pero, curiosamente, ha encontrado cierto recorrido entre la gente (parece que todo el mundo leyó en su momento el libro de Dan Brown y que este había descubierto la gran mentira de la Iglesia católica) y entre algunos teólogos de peso, que están empeñados en emparentar al Hijo de Dios con alguien de la tierra, porque no son capaces de ser célibes y castos al mismo tiempo y necesitan justificar sus caídas. Pero en esta película no importa lo que diga la tradición ni lo que señalen las Escrituras, y mucho menos importa lo que diga la Iglesia, porque lo que aquí se pretende es erigir a la Magdalena como símbolo de la mujer oprimida que se revela contra el heteropatriarcado, que lleva sometiendo a las féminas desde que Eva salió de la costilla de Adán.  

   En efecto, en esta película, santa María Magdalena deja de ser una prostituta arrepentida (incluso una mujer poseída), para convertirse en una víctima del heteropatriarcado machista y opresor; de esta manera, no solo la vemos sometida a su padre y a sus hermanos varones (para alimentar su dramatismo, se señala que su madre murió cuando ella era niña), que son unos hombres robustos, antipáticos y peludos que nada tienen que ver con los cánones de metrosexualidad y afeminamiento que propone el feminismo de hoy, sino también ejerciendo como una mujer obrera, ya que es ella quien de verdad lleva el pan a casa, puesto que se dedica a pescar en el lago mientras que aquellos se dedican a oprimirla y a decirle con quién se tiene que casar. En estas circunstancias, no es de extrañar que, cuando Jesús aparece por allí como un hippie de los años sesenta, enarbolando un mensaje de luz y armonía universal (sic) con sus doce apóstoles, ella resuelva marcharse con él y vivir a la intemperie con los demás (¡antes eso que seguir siendo machacada constantemente por su padre y sus hermanos!). Pero además, el mensaje cala tan hondo en ella, que también se convierte en divulgadora del mismo, llevando la lucha feminista a sus hermanas de sexo (o de género), para que se desunzan de su yugo y clamen por una sociedad más femenina (si la película estuviera ambientada en nuestro tiempo, la Magdalena les diría que dejasen de depilarse las piernas y las axilas, puesto que se trata de una costumbre impuesta por los hombres lujuriosos); para ello, acompaña a Jesús hasta un grupo de lavanderas, a quienes de les indica que deben obedecer a Dios antes que a sus maridos, porque estos están en la tierra para hacerlas sufrir. Por supuesto, el Señor la premia otorgándole un puesto especial en la Última Cena, es decir, junto a él, y con la concesión del mensaje real que ha venido a darle al mundo, que evidentemente nada tiene que ver con el que la Iglesia ha ido promoviendo durante dos mil años. 




   Si alguno piensa que le he estropeado la película, me alegro, porque se trata de un despropósito que es mejor ahorrarse. Particularmente, no encuentro en ella nada de interés (tal vez, los hoyuelos de la Mara, que, sin ser guapa, cuando sonríe tiene su aquel), ni siquiera en el aspecto técnico, que es peor de lo que anuncian los medios especializados. Y no es porque el sacerdocio me nuble la apertura de mente que debería tener, como se suele afirmar en estos casos, sino porque, cuando existe una intención ideológica, esta se superpone a cualquier reconocimiento artístico; en este caso, el feminismo rancio, que pretende atraer al cine a las feministas recalcitrantes, se convierte en el tamiz que rige el metraje de la cinta, por lo que cualquier imagen de sus fotogramas o línea de su guion están pensadas para agradar a una ideología determinada, independientemente de la fidelidad histórica del personaje (debemos indicar que no solo la Magdalena está sometida a esta infidelidad, sino que nos encontramos también con un san Pedro zaíno, del Lavapiés más profundo, que tiene como meta incluir a las minorías oprimidas por el hombre blanco y heterosexual).

   Pero si este artículo no fuera todavía suficiente acicate para evitar al lector su visionado, me gustaría señalarle que se trata de un peñazo de película, porque, aun durando dos horas justitas, parece que uno se está tragando cuatro o cinco. Por eso decía arriba que hay que tener mucho cuidado con las películas religiosas que llegan precedidas de una gran publicidad, porque siempre suelen ocultar algo. Esta vez ha sido el feminismo, pero apuesto a que, dentro de poco, tendremos alguna que bendiga toda la ideología de género que nos abruma, presentándonos un grupo de apóstoles transexuales o un Jesús que diga que lo importante de la persona está en su interior y que, por ello, su cuerpo es meramente accesorio (vamos, que ser hombre o mujer depende del entorno cultural en el que vivamos y no de nuestro sexo natural). Así pues, como este film ha prescindido de la Escritura para su desarrollo, yo termino el artículo aludiendo a ellas: "Maiora videbis" (Jn. 1, 50).   



domingo, 4 de marzo de 2018

Europa, Europa

   Los lectores más asiduos del blog ya se habrán percatado de que este no es un mero espacio semanal en el que se analizan diferentes películas de actualidad o, esporádicamente, un clásico del séptimo arte; aunque este propósito también esté presente de vez en cuando en algunos de sus artículos, la razón por la que fue creado es el de la reflexión a través del cine, como por otro lado ya desvela el título que le impuse: "Reflexiones de un páter cinéfilo". En efecto, considero que, a través de la pantalla grande, podemos elaborar pensamientos e ideas que nos ayudan a comprender la realidad política, social y religiosa que nos rodea, puesto que el cine no deja de ser un reflejo de los intereses del momento (alguna vez, incluso se adelanta a estos); sin embargo, y como también indica su título, son reflexiones particulares que yo extraigo de determinados filmes, por lo que el lector puede o no puede estar de acuerdo con ellos.

   Digo esto, porque el asunto que hoy traemos a colación es sin duda espinoso. En efecto, esta semana me gustaría esbozar un breve panorama de lo que se está viviendo en Cataluña, concretamente en las aulas escolares catalanas; para ello, me voy a servir de una película muy conocida, Europa, Europa (Agnieszka Holland, 1990), que retrata las desventuras de un joven judío en la Alemania nazi. En un principio, puede sorprender la elección, puesto que la problemática en dicha región española no parece tener nada que ver con un film que versa sobre el Holocausto; sin embargo, procuraré demostrar que no solo tiene mucho que ver, sino que también retrata casi al dedillo algunas de las esperpénticas situaciones que allí se están viviendo. En concreto, hay en la película una escena que hoy se ha hecho común en los colegios catalanes: aquella en la que el joven protagonista va a clases por primera vez junto a las juventudes hitlerianas.

   Si recordáis, en la escena en cuestión, el joven protagonista descubre cómo el profesor, titulado en Historia, comienza a impartir una clase en la que ayuda a sus alumnos a reconocer a un judío (recordemos que el protagonista... ¡es judío!): para ello, afirma que los judíos son abominables, feos, con narices grandes y usureros; además, procura imitar los andares de los judíos, que, según él, son como los de los brujos o como los de cualquier monstruo que podamos imaginar (a cada uno de estos factores, por supuesto, los adoctrinados alumnos abuchean a lo que el profesor intenta remedar). En un buen alarde técnico, la descripción es entreverada por primeros planos del protagonista, que, evidentemente, no se parece en absoluto a lo que aquel profesor está describiendo; unos primeros planos que, sin embargo, indican al espectador el terror del protagonista, que ve cómo se enseña en los colegios a odiar a los de su raza y, por ende, a él mismo. Pero el colmo de esta situación llega cuando el pobre judío es sacado al estrado y es sometido a un intenso estudio frenológico, para determinar la pureza de su sangre mediante la forma de su cráneo: aunque el profesor resuelve que no se trata de un individuo completamente puro, informa a los demás que sí es un buen alemán, ya que no se halla en él una sola gota de sangre judía. 


 

   Como he dicho arriba, esta escena no se puede parecer más a lo que hoy están viviendo los pobres alumnos en los colegios catalanes. En efecto, estos, que solo deberían consagrases a la instrucción académica y cívica, se han convertido en terribles campos de adoctrinamiento político, donde se enseña a los pupilos a odiar España. Para ello, solo hay que echar un vistazo a los libros de Historia que allí manejan, donde se miente a los alumnos diciéndoles, entre otras muchas cosas, que ellos fueron un reino libre (los famosos y manidos Países Catalanes), pero que perdieron su autonomía por culpa de España; o bien, a deplorar todo lo español, usando para ello la lengua catalana (en la Alemania nazi, era cuestión de raza o religión; en la Cataluña de hoy, de idioma). O uno tiene que bucear muy poquito en los vídeos que circulan por internet, para descubrir cómo, igual que el profesor de la película, los tutores catalanes (que son muy valientes delante de niños de cinco o seis años) ridiculizan lo español, haciendo sorna de su manera de hablar o de comportarse (en este sentido, los andaluces nos llevamos la palma, pese a que gran parte de Cataluña esté formada por emigrantes de Andalucía).  

   Pero esto, que ya es de por sí terrible, me sobrecoge aún más cuando veo que ese desprecio hacia lo español se manifiesta incluso en la vida interna del aula. Ciertamente, ya todos habremos visto los vídeos en los que los profesores relegan a los alumnos que hablan español o que son hijos de policías y guardias civiles: como si fueran los judíos de la época nazi, ellos son señalados con símbolos que denotan su procedencia, con el propósito de ser ultrajados por sus compañeros (luego se les llenará la boca al hablar de libertad y de respeto). Pero todo esto, con el beneplácito de los docentes, que estarán orgullosísimos de descubrir, cual frenólogos aficionados de la cinta, a los catalanes de pura raza. Así que los pobres "españoles", que es el título despectivo (sic) que usan los colegios catalanes para referirse a estos mártires del idioma, como el protagonista de la película, verán con terror cómo se insulta a sus familias y a ellos mismos... ¡sin que pase nada! Es más, incluso tendrán que pedir disculpas por ser español (o ser judío, según lo que estamos viendo de la película).

   Evidentemente, todo esto desemboca en la persecución racial que relata Europa, Europa, y lo estamos viendo a diario: se señalan los comercios de la gente que habla español (¿recordáis las estrellas judías en los escaparates?), se persigue a las personas que no se adscriben al credo catalanista (¿recordáis los centros de internamiento nazi para disidentes?), se disculpa la violencia perpetrada por los catalanes hacia los españoles (¿recordáis a aquellas pobres chicas que fueron apaleadas por vestir la camiseta roja y gualda?), y un largo etcétera. En este sentido, la cinta deja bien claro que el sentido común se forja en la familia (el protagonista, como debe sobrevivir, intenta disimular su circuncisión y comportarse como un buen alemán, pero en el fondo tiene presente su raíz y procura cuidar de ella); pero, en la Cataluña de hoy, no existe ese refugio frente al adoctrinamiento, ya que son los propios padres los que visten a los niños de esteladas (que es la nueva esvástica) o los que los colocan en las autopistas el día de la huelga (aquí). Si hoy se rodara El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935) en Cataluña, cambiando lo que haya que cambiar, estos mismos padres llevarían a sus hijos a los cines, para que aplaudiesen el adoctrinamiento que deberían evitar.


   

   El Gobierno español ha tenido una oportunidad de oro para destruir el adoctrinamiento catalanista: el famoso artículo 155 de la Constitución. En efecto, este, que permite la suspensión de la autonomía de una región española disidente, ha sido aplicado con cobardía, ya que no ha incidido en el auténtico problema, que es la educación. Como hemos visto, el odio a España se fragua en los colegios, enseñando a los niños una historia falsa y, en consecuencia, animándoles a que señalen con el dedo a los que no hablen catalán (los padres de hoy son los que estudiaron en esos mismo colegios, donde ya fueron adoctrinados, aunque tal vez no de la manera tan salvaje de ahora). ¿Cómo se va a pretender un respeto y una convivencia entre los españoles, si desde pequeño te están diciendo que no somos iguales?, ¿cómo va a estar uno tranquilo en su casa, si temes que entren en ella para ultrajarte, con el beneplácito de los políticos independentistas?   

   Como decíamos arriba, esto es solo mi opinión, que es a su vez opinable. Por supuesto, la cinta que hoy hemos analizado no versa sobre el problema en Cataluña, pero sí que nos recuerda lo que nos jugamos en la educación. Por este motivo, afirmaba que el cine nos puede enseñar e incluso advertir, ya que, como ocurre en las escenas finales de la película, donde los soldados alemanes defienden una posición abocada al fracaso, si la educación en los colegios catalanes continúa esta senda de adoctrinamiento, acabará con una Cataluña hundida y arruinada, aunque con muchos catalanes defendiendo que son los mejores y que la culpable de su ruina es España y no ellos.