lunes, 13 de noviembre de 2017

Oro

   Esta semana ha llegado a nuestras pantallas la nueva colaboración del cineasta Agustín Díaz Yanes con el escritor Arturo Pérez-Reverte: Oro (id., 2017). En efecto, pese a la fallida Alatriste (id., 2006), ambos han decidido unirse otra vez con el propósito de adaptar un relato breve del segundo; en esta ocasión, una historia ambientada en los tiempos del descubrimiento y de la conquista de América. Por desgracia, como esta etapa de nuestras crónicas ha sido tan vilmente mancillada por la oscura leyenda negra que pesa sobre España (y que ha sido alimentada además por el esnobismo intelectual patrio), el espectador que desee acercarse al film tal vez crea que verá un insulto a la memoria de nuestros antepasados, como acontecía, por ejemplo, en la reciente 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016) [aquí]; sin embargo, y contradiciendo en este sentido el conato de boicot que ha nacido en las redes sociales con el fin de evitar la asistencia del público, debemos indicar que la película no es una mofa (intencionada) de nuestros héroes, sino que se trata de un aceptable largometraje de aventuras dirigido con solvencia por su autor, aunque, ciertamente, la sombra de la mentira legendaria (o de la legendaria mentira) se extienda sobre él.




   La película narra las desventuras de un heterogéneo grupo de españoles en pos de El Dorado, la mítica ciudad india con la que todos soñaban, pues creían que estaba construida de oro. Aunque cada uno de ellos está unido por dicho anhelo, muy pronto se ven enfrentados entre sí por las posibles riquezas que hallarán dentro de sus muros. Gracias a esta ambición, no dudarán en recurrir a las confabulaciones y al asesinato, con el objetivo de adueñarse de todas las riquezas que la legendaria urbe les promete, aunque, al mismo tiempo, deberán sobrevivir a los distintos desafíos que la selva amazónica les propone.

   Tanto el relato de Pérez-Reverte como la película de Díaz Yanes parten de un claro referente histórico: la expedición del río Marañón, en Perú, que lideró Pedro de Ursúa con el propósito de hallar la citada El Dorado. Aunque sin duda podría haberse tratado de una gesta memorable, lo cierto es que se vio ensombrecida por las traiciones y las muertes perpetradas por Lope de Aguirre, uno de sus subalternos. Este, en efecto, deseó tan vehementemente las riquezas que le aseguraba la ciudad de oro que conspiró contra él y contra todo el que se opusiera a sus intenciones, actitud que incluso lo condujo al asesinato de su propia hija, de la que se había hecho acompañar de manera más bien imprudente; asimismo, esta ambición lo llevó a proclamar la independencia de los territorios que había conquistado respecto de la Corona de España y a declararse rey de todos ellos. Su vesania es tan célebre que hasta el séptimo arte le ha dedicado dos obras maestras, Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) y El Dorado (Carlos Saura, 1988), que también sirven de fundamento tanto al relato del escritor como al largometraje del cineasta (en este último sentido, Díaz Yanes no solo copia para su cinta varios personajes y situaciones de aquellas dos, sino que incluso calca escenas completas).




   Como señalábamos arriba, pese a las malas críticas que ha cosechado entre los incipientes boicoteadores de la película, que tal vez ni siquiera la hayan visto, se trata de una obra impecable a nivel técnico; de este modo, y sin temor a equivocarnos, es probable que reciba algún galardón en la (temible) ceremonia de los próximos Goya. Y es que, ciertamente, nos hallamos ante un largometraje que podríamos calificar de inmersivo, puesto que su recreación de la selva amazónica (con sus potentes y vivos colores, y con sus persistentes y cautivadores sonidos) es tan fidedigna que el espectador creerá estar caminando por ella, algo que solo hemos podido disfrutar en otros dos títulos españoles recientes: Cantábrico (Joaquín Gutiérrez Acha, 2017) y Handia (Jon Garaño y Aitor Arregi, 2017); su narración, que ha sido tildada por aquellos de plúmbea e incoherente, no tiene altibajos destacables, por lo que tampoco podemos atribuirle ese aburrimiento del que la acusan (aunque aquí no nos atrevemos a meternos en los farragosos senderos del gusto individual), y las interpretaciones de sus actores protagonistas son más que aceptables, aunque solo hayan tenido que poner caras de malo y gritar (y blasfemar) mucho. Precisamente, el único defecto que tiene estriba en el desarrollo de los personajes, que carecen de arco evolutivo y de hondura psicológica, pese a que lo disimule muy bien mediante frases altisonantes (en este sentido, también adolece de un desarrollo correcto del macguffin, el oro del título, pues este aparece como crisol de intenciones en contadas ocasiones, aunque pretenda ser el verdadero impulsor de toda la obra).

   Pero la verdadera dificultad que todos identificamos en la película (y que a todos nos indigna) es la manía de presentar a los españoles como los mayores asesinos de la humanidad, como a una pandilla de violentos pendencieros que hallaron en América una tierra propicia para la ejecución de sus fechorías (esclavitud de indios, violaciones de indias, saqueos de tesoros y el largo etcétera que se encarga de recordarnos la mentada leyenda negra, que aún persiste). Aunque es cierto que la cinta solo se centra en el grupo de exploradores que la protagoniza, da la impresión de que pretende representar con ellos un paradigma de la España del momento; impresión que, por otro lado, se convierte en certeza nada más comenzar el metraje, ya que, en unas pocas líneas de texto introductorias, se describe al español de entonces como se detalla a los miembros de la citada expedición. Asimismo, el guion muestra conversaciones y blasfemias que son impropias de la época, pero que reflejan esa mentalidad tendenciosa de su autor hacia los españoles del momento. En este sentido, la palma se la lleva el capellán que los acompaña, un fraile fanático muy del gusto de Pérez-Reverte, el mayor divulgador que actualmente tiene la leyenda negra en nuestro país, pero que es tremendamente ajeno a los religiosos que conformaron el Siglo de Oro español. Pese a esta mala imagen, nosotros creemos aquí que no se trata de una pretendida (y perversa) desmitificación de la conquista de América, como lo fue, mutatis mutandis, la citada 1898. Los últimos de Filipinas respecto del sitio de Baler, sino la presentación de un discurso asumido, aunque erróneo: que los españoles somos la peor calaña de la especie humana (y que la Iglesia es la institución más oscurantista que ha visto la historia del hombre).




   Volviendo al principio, nosotros creemos que, a pesar de lo que se postula en las redes sociales, Oro es una gran película, una buena muestra del cine español que nada tiene que envidiar a las superproducciones norteamericanas, de las que todo el mundo se queja, pero que todo el mundo ve. Sin duda, no es plato de buen gusto para quienes conocemos nuestra historia y la leyenda negra que la falsea, pero pensamos que no es un resultado del todo intencionado, sino el producto de una mentira que se ha convertido en verdad. Evidentemente, Pérez-Reverte lidera la divulgación de estos errores en sus novelas, donde proliferan inquisidores maliciosos y curas licenciosos, pues sabe que venden mucho tanto en suelo patrio como extranjero; sin embargo, no podemos decir si se trata de algo a lo que ha llegado por convencimiento o por simple interés comercial. Sea cual fuere la razón, echamos de menos en esta cinta, de la que es coautor del libreto, siquiera un destello de la obra evangelizadora y civilizadora de España en el Nuevo Mundo; es verdad que no todo sería una aventura épica, como demuestra la que llevó a cabo Lope de Aguirre en el río Marañón, pero que se centre en estas máculas indica lo mucho que ha calado en él esa leyenda negra de la que es promotor.


         

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