domingo, 24 de septiembre de 2017

Kramer contra Kramer

   La semana pasada, recomendábamos aquí la película Fences (Denzel Washington, 2016), ya que presentaba un modelo íntegro de mujer en su rol de esposa y de madre a través del personaje de Viola Davis (aquí). Paradójicamente, hoy traemos a colación un film que parece evidenciar la figura materna, pero que en el fondo se trata de una reivindicación de la misma: Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979). Es probable que en la actualidad engrosaría el amplio listado de largometrajes de sobremesa, pero en su momento presentó un tema tan candente que consiguió llevarse el máximo galardón en la entrega de los Óscar del año de su estreno.




   Ted Kramer (Dustin Hoffman) es un exitoso ejecutivo de publicidad, por lo que piensa que goza de una vida feliz. Sin embargo, el día en que le proponen un ascenso, es abandonado por su mujer (Meryl Streep), que no está satisfecha con su matrimonio. A partir de ese momento, aquel debe hacerse cargo de su hijo (Justin Henry), al que no conocía tanto como creía; por ello, se esforzará en darle una buena educación y en ser el padre que nunca fue, ya que pasaba los días embebido en su trabajo.

   Como indicábamos al principio del artículo, este argumento podría ser fácilmente la historia de un drama propio de la televisión del mediodía; por supuesto, el motivo es que afronta los temas que caracterizan a esta especie de subgénero: marido absorto por su trabajo, mujer insatisfecha en el matrimonio, la sombra del divorcio que amenaza a ambos, y un largo etcétera. Sin embargo, lo cierto es que, aunque ahora estemos acostumbrados a estos asuntos, a finales de los años setenta no era común que el cine los abordase de manera tan explícita, y mucho menos bajo la perspectiva de una tragedia, que es lo que realmente detalla el film. En la actualidad, numerosos críticos acusan a la Academia de Hollywood de haber sido injusta, puesto que relegó la magistral Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) en favor de esta; pero, mientras que a la sazón la meca del cine ya había visto suficientes conflictos bélicos en la pantalla, nunca había presenciado uno tan desconocido: el que vive un matrimonio durante su divorcio.




   Precisamente, como es la idea de conflicto la que aletea sobre todo el metraje de la película, esta nos presenta en sus primeras imágenes las dos figuras beligerantes: por un lado, la esposa, que desea derribar el supuesto muro matrimonial que impide su propio desarrollo; por el otro, el marido, que ha ido levantando dicho impedimento a través de su obsesión por el trabajo. Asimismo, presenta el campo de batalla sobre el que ambos mantendrán esta dura contienda: su hijo. En efecto, este padecerá los atropellos mutuos y continuos de aquellos dos, que no lo tendrán en cuenta durante su particular guerra conyugal. Sin embargo, llegado el momento, servirá de acicate para infundir el amor que ambos han perdido; en concreto, será Dustin Hoffman quien sucumba antes a él, ya que descubrirá que su felicidad no estribaba en el éxito laboral, sino en la entrega cotidiana por su retoño.

   Por el contrario, y como señalábamos arriba, en este conflicto parece que sale perdiendo la esposa, ya que es presentada como el enemigo que no acepta su derrota. Sin embargo, en el fondo ha vivido la misma conversión que su marido, puesto que ha descubierto que su auténtica realización como mujer se encuentra en la maternidad. Evidentemente, no podemos negar que el director se ceba en ella, pues hace que aparezca en el metraje cuando el amor entre el padre y el hijo se ha consolidado lo suficiente, generando así un nuevo conflicto con el primero y estableciendo otra vez al segundo como eterno campo de batalla; pero creemos que esto no debe ser entendido como una recriminación, sino como un giro dramático (real) que pone sobre el tapete la necesidad de la unión familiar y, en consecuencia, la importancia de la figura materna.

   Vemos, pues, que, a pesar de su antigüedad, la película sigue siendo muy actual, puesto que el número de divorcios aumenta cada año de manera preocupante. Al mismo tiempo, comprobamos que requiere un visionado atento, ya que presenta este dilema bajo una perspectiva real, que muchas veces es omitida por esos telefilmes que anteriormente citamos. En efecto, estos suelen exhibir parejas reestructuradas que viven felices en sus nuevos entornos, pero que no aluden nunca a esa guerra que los ha llevado a separarse de sus anteriores matrimonios, ni a las víctimas inocentes que han caído durante el combate: sus hijos. Por último, creemos que se trata de una rara avis en la sociedad de nuestro tiempo, porque se atreve a insinuar cierta malicia por parte de la mujer, algo que hoy sería prácticamente imposible de hacer.




domingo, 17 de septiembre de 2017

Fences

   Si la semana pasada abordábamos la relación paternofilial que proponía la cinta Últimos días en el desierto (Rodrigo García, 2015) [aquí], hoy debemos acometer la maternofilial. Para ello, sugerimos la película Fences (Denzel Washington, 2016), tercera incursión del célebre actor de El vuelo (Flight) (Robert Zemeckis, 2012) como realizador tras Antwone Fisher (id., 2002) y The Great Debaters (id., 2007). Se trata de un largometraje denso, pero muy provechoso, por lo que optó al premio a la mejor obra del año en la última edición de los Óscar. Desgraciadamente, se vio ensombrecido por la inferior Moonlight (Barry Jenkins, 2016), aunque recibió su justo galardón a la mejor actriz secundaria, Viola Davis, que interpreta a la madre y esposa que aquí queremos analizar hoy.




   Troy Maxson (Denzel Washington) es un padre de familia negro con un pasado glorioso en el mundo del béisbol, pero que actualmente trabaja como basurero en su ciudad. Él acusa a los blancos de su suerte, por lo que ha cultivado durante mucho tiempo un odio muy grande hacia ellos, rencor que ha procurado inculcar en los suyos. Lo acompañan su esposa Rose (Viola Davis) y sus hijos Lion (Russell Hornsby) y Cory (Jovan Adepo), con quienes mantiene una relación distante; además, cuida esporádicamente de su hermano Gabriel (Mykelti Williamson), que volvió de la Segunda Guerra Mundial con serios problemas mentales.

   Como hemos dicho arriba, la película fue presentada en la última edición de los Óscar, pero no obtuvo el reconocimiento merecido, pese a que se ubicaba en un contexto idóneo para ello. En efecto, a nadie le pasa por alto que la Academia de Hollywood ha querido congraciarse este año con la sociedad negra americana, que pasó desapercibida en las galas anteriores, definidas por aquella como "demasiado blancas" (aquí). De este modo, competían por el título cintas del calibre reivindicativo como esta que nos ocupa, la magnífica Figuras ocultas (Theodore Melfi, 2016) [aquí] y la mencionada Moonlight (suponemos que este año le tocará el turno a la reciente Detroit). Ciertamente, es posible que esta última incidiera más en los problemas raciales de los Estados Unidos que Fences, pero pensamos que el film de Washington, además de su cruda descripción de la vida cotidiana de una familia negra en dicho país, presenta un situación más asequible para el público de todo el mundo: la mujer como madre y esposa.




   En efecto, en una escena particularmente dura del metraje, Denzel Washington le confiesa a su esposa la frustración que siente a diario, pues piensa que ha echado a perder su propia vida; pero ella lo recrimina, advirtiéndole que nunca se ha separado de su lado, pese a las oportunidades que ha tenido para ello, por lo que su queja no tiene ningún sentido. De este modo, se erige como una mujer fuerte y consecuente, que ha sido leal a su esposo y a su familia a pesar de las múltiples adversidades que han experimentado juntos. Para él, ella es el ejemplo del cónyuge que no se amilana frente a la tribulación (¿recordáis el consentimiento mutuo del rito matrimonial: "Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad"?) , que no tira la toalla cuando las cosas van mal, que no desprecia a su marido cuando este pasa por malos momentos; es un ejemplo de perdón, de misericordia, de paciencia y de constancia; de la persona que alienta y tiene esperanza, que es optimista y que busca la alegría incluso en los peores instantes del matrimonio. Pero también es la buena madre que quiere a su prole, que comprende la tensión que media entre un hijo y un padre (en la cinta, es muy similar a la que aparece en Últimos días en el desierto), por lo que procura ser el eje amoroso de unión y comprensión entre el uno y el otro.

   Sin duda, la película toca otros temas de interés, como la barrera del título (recordemos que Fences significa precisamente "barrera"), una metáfora sobre los impedimentos que pone una persona en su relación con los demás. Pero el que aquí presentamos no debe pasar desapercibido, puesto que se trata de una lección magistral de lo que debe ser una esposa y una madre. Por desgracia, es un concepto de mujer de muy poco calado en la actualidad, ya que hoy se pretende buscar una realización femenina lejos de tales roles. Sin embargo, este es el motivo por el que aquí la recomendamos esta semana y por el que animamos a todos los lectores a que la mediten conforme a estos criterios.



domingo, 10 de septiembre de 2017

Últimos días en el desierto

   A lo largo de la historia del cine, se han rodado numerosísimas películas sobre la vida de Jesús. En efecto, desde la primeriza La vie et la passion de Jésus-Christ (Georges Hatot y Louis Lumière, 1898) [puedes verla aquí] hasta la conocidísima La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004), la gran pantalla ha profundizado en su figura mediante docenas de títulos. Entre todos ellos, podemos destacar los más célebres, como son Rey de reyes (Nicholas Ray, 1961), El evangelio según san Mateo (Pier Paolo Pasolini, 1964) y Jesús de Nazaret (Franco Zeffirelli, 1977). Otras cintas dan fe de la importancia del personaje para el ser humano, cuyo corazón cambia en cuanto lo conoce, como es el caso de la magistral El beso de Judas (Rafael Gil, 1959), de la clásica Ben-Hur (William Wyler, 1959) o de la actual Resucitado (Kevin Reynolds, 2016), que detalla la conversión de un militar romano. Pero, como su figura es tan relevante para el celuloide, y para la humanidad en general, también existen multitud de obras que pretenden aproximarse a ella de manera particular, como son Jesucristo superstar (Norman Jewison, 1973) y La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988). Posiblemente, la cinta que hoy nos ocupa se ubique dentro de estas últimas.




   Después de pasar cuarenta días en el desierto ayunando, Jesús (Ewan McGregor) cree que ha llegado el momento de presentarse a los hombres y de dar a conocer el Evangelio. Por este motivo, decide abandonar su retiro espiritual y dirigirse a la ciudad. Sin embargo, antes de hacerlo, tropieza con una familia pobre que tiene ciertas dificultades: la madre (Ayelet Zurer) está gravemente enferma, mientras que el padre (Ciarán Hinds) y el hijo (Tye Sheridan) mantienen una relación distante entre sí. Como aquel considera que esta es una oportunidad para comenzar su predicación, resuelve permanecer con ellos, para cuidar de la primera y remediar el conflicto de los segundos.

   Antes de comenzar la crítica, vaya por delante que no nos escandalizan las interpretaciones personales del Señor, puesto que, sean erróneas o no, evidencian sin duda el universo interior de quienes las plantean. Por ejemplo, La última tentación de Cristo revelaba la dificultad de Scorsese a la hora de asumir el dolor y la contrariedad, postura que también quedó de manifiesto a través de su película Silencio (id., 2016) [aquí]; o Jesucristo superstar simbolizaba en él las preocupaciones sociales de Jewison, que asimismo habían aparecido en En el calor de la noche (id., 1967) y que luego serían retomadas en Justicia para todos (id., 1979). Por esta razón, creemos que el presente largometraje puede suponer un provechoso medio para introducirse en el alma de su responsable, antes que una oportunidad para denigrar su tratamiento sobre el Hijo de Dios. 




   Ciertamente, la figura del Mesías es aquí relegada en favor de la relación entre el padre y el hijo que protagonizan la cinta. En efecto, el primero ama al segundo, pero experimenta hacia él un sentimiento de repulsa muy acusado, ya que piensa que no está recibiendo de su parte ni la ayuda ni el respeto que cree merecer; el segundo, por el contrario, lo quiere y lo respeta, pero se cree oprimido por él, puesto que pretende que asuma un modo de vida que no le gusta, algo que lo conduce a refugiarse en el cariño de su madre. Esta incómoda situación arrastra a los dos a una complicada falta de entendimiento, que alcanza su culmen cuando el progenitor confiesa que se siente incapaz de decirle algo agradable a su retoño.

   Evidentemente, ignoramos los entresijos de la vida privada del director de la cinta, hijo del famoso escritor Gabriel García Márquez, pero su obra delata una relación con este último más común de lo que parece. Así es, el vínculo paternofilial tiende a debilitarse por parte del niño a medida que este se interna en la adolescencia, ya que suele poner en tela de juicio la autoridad de su propio padre. Por desgracia, en vez de solucionarse con el paso del tiempo, esta situación puede enconarse y establecer una ruptura entre un progenitor y su retoño, algo que se agrava si este último debe convivir con aquel (por supuesto, ya como adulto). De esta manera, hay veces que la única forma de solucionar el entuerto consiste en el abandono del hogar por parte del hijo, que adquiere así responsabilidades sociales y familiares de las que antes carecía, y comprende por tanto las exigencias y preocupaciones de su padre. Pero la máxima muestra de respeto y comprensión por parte del hijo hacia su padre suele llegar con la muerte de este último, ya que se trata del acontecimiento que derriba sus prejuicios contra él y que lo sitúa frente a la caducidad de la vida. Como decimos, el problema es tan común que hasta Freud lo abordó mediante su psicoanálisis, aunque con ciertas connotaciones sexuales que no terminamos de compartir.




   Por desgracia, el film no propone ninguna solución a este conflicto universal entre padres e hijos, sino que simplemente se contenta con identificarlo y describirlo. Al tratarse de un largometraje dizque religioso, Jesús podría haber sido presentado como una buena ayuda para ello, pero aparece como una alegoría de la conciencia de cada uno de sus protagonistas. Como decíamos arriba, ello tal vez se deba a la propia visión de su autor, que quizás considere al Hijo de Dios como una metáfora del bien o un parangón de moralidad, y no como una persona real (al respecto, esta entrevista es muy clarificadora: aquí). En este sentido, cuenta con escenas interesantes, como aquella en la que, auspiciado por el Señor (o, según lo que hemos dicho, por su propia conciencia), el padre intenta ganarse la confianza de su hijo a través de las adivinanzas, que es un juego que a este último le agrada mucho; o aquella, ya citada, en la que el mismo padre confiesa su incapacidad para mostrar el cariño que siente por su hijo. El cierre de la película tampoco aclara su pretensión: ¿acaso el mensaje de Jesucristo no ha servido de nada para la historia de la humanidad, porque los padres y los hijos continúan enfrentándose? O bien, si realmente es una metáfora de la conciencia, ¿significa esto que el ser humano actual carece de ella? La respuesta a estas preguntas deberá encontrarlas el espectador.

   Volviendo a lo que afirmábamos al principio del texto, no nos escandalizan los diferentes acercamientos a la figura del Señor que la historia del cine nos ha trasmitido, pero sí reconocemos aquellos que nos parecen más o menos acertados. En el caso de esta película, se trata de una aproximación pobre, que no menciona siquiera su pretendida divinidad, pese a que es su cualidad más característica (recordemos que, aunque uno sea ateo, Jesús anunció que él era el Hijo de Dios). Por otro lado, tampoco lo presenta como un buen consejero, porque sus palabras no logran resolver la enemistad paternofilial; lo describe, a lo sumo, como un simple hombre cargado de buenas intenciones. Así las cosas, su presencia es fútil en todo el metraje, a menos que pretenda ser ese modelo de buen comportamiento ético al que antes aludíamos. A nuestro juicio, pues, lo único destacable de la cinta es esa cruda relación entre el padre y el hijo protagonistas, que en ocasiones es tan veraz como la describe.





domingo, 3 de septiembre de 2017

Dunkerque

   Por desgracia, se acabó el verano. Para muchos, ha llegado la hora de cerrar sus sombrillas y de despedirse de la playa hasta el año que viene, diciendo adiós asimismo a vivir sin la preocupación del reloj o sin las responsabilidades del trabajo; para otros, este es el momento idóneo para retomar sus hábitos y seguir cultivando sus aficiones, tal vez relegadas durante unas semanas en favor del buen tiempo. Entre ellas, es posible que se encuentre el séptimo arte. Por esta razón, este blog abre de nuevo sus puertas, de manera que el cinéfilo halle en él un amigo con el que dialogar sobre las películas que ha visto o que pretende ver.

   Probablemente, uno de los estrenos que habrá concitado el interés del aficionado durante las vacaciones, pese a que este período no se suela caracterizar por el buen cine, sea Dunkerque (Christopher Nolan, 2017), la última obra del famoso director de El caballero oscuro (id., 2008). A poco que haya leído sobre ella, verá que ha aunado al público y a la crítica, erigiéndose rápidamente en una de las cintas bélicas más valoradas de la historia. Incluso se percatará de que ha habido expertos que la han situado al nivel de Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998), La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) y Hasta el último hombre (Mel Gibson, 2016), que son los mejores títulos contemporáneos del género. Pero ¿es tan buena como dicen?




   Ante todo, debemos recordar que se trata de una película basada en un hecho real. En efecto, en el año 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, un ingente número de soldados franceses e ingleses quedó encerrado en la playa de Dunkerque. Allí, mientras todos aguardaban el rescate por parte de Inglaterra, fueron acosados por el Ejército alemán, que bombardeó sus aviones y torpedeó sus barcos con el único propósito de evitar que abandonasen el continente.

   Como todo el mundo sabe, este es el argumento de una de las derrotas más sonadas del citado conflicto bélico. Así es, a pesar de que los ejércitos aliados conocían las costas de Francia, decidieron parapetarse en ese recóndito lugar fronterizo del canal de la Mancha, donde fueron masacrados por las tropas nazis. Algunos historiadores aseguran que la carnicería pudo ser mayor, pero que el empeño de Hitler por ganarse el favor de Inglaterra lo evitó. Sea como fuere, y si es que hubo algún tipo de condescendencia, este chance brindó la oportunidad de llevar a cabo la Operación Dinamo, que es la que narra el film. De este modo, cientos de embarcaciones civiles se echaron a la mar para rescatar a sus militares y devolverlos a casa.

   Por supuesto, una de las decisiones más criticadas del filme por parte de los citados historiadores ha sido, precisamente, el haber querido mostrar como una victoria la derrota de los ingleses. En primer lugar, debemos decir que ya Churchill la consideró así, pues afirmaba que el pueblo había salido en defensa de sus militares; pero, en segundo lugar, es necesario apuntar que ya las dos cintas más célebres que abordaron esta efeméride recurrieron a dicha consideración. Ciertamente, tanto la homónima Dunkerque (Leslie Norman, 1958) como Fin de semana en Dunkerque (Henri Verneuil, 1964) honraron al pueblo británico a través de sus fotogramas. Con esto queremos decir que no solo aprobamos la voluntad de Nolan, sino que también creemos que es justa, porque la guerra compete a todos y, de esta manera, es necesario que exista esa colaboración entre el Ejército y el mundo civil. Harina de otro costal son las decisiones técnicas del largometraje.




   En efecto, como si de un experimento del primer Nolan se tratase, es decir, de aquel que nos cautivó a todos mediante el magnífico montaje de Memento (id., 2000), la película está narrada a través de tres líneas temporales: la primera acontece en la playa; la segunda, en el aire, y la tercera, a bordo de un velero civil. En principio, esto puede resultar novedoso, incluso acertado, pues muestra la misma guerra desde diferentes ángulos; pero de inmediato descubrimos que se trata de un grave error, puesto que, más que lograr que el espectador hilvane la trama, consigue confundirlo y, en consecuencia, aburrirlo. Así es, no es difícil que la platea se pierda entre la multiplicidad de escenas que, con escasos minutos de diferencia, cuentan lo mismo, bien anticipadamente, bien con retraso. De este modo, carece de ese hilo dramático tan necesario en el séptimo arte.

   Esta carencia es suplida por su director gracias a un aspecto técnico inmejorable. Ciertamente, allí donde el film falla en su narración, acierta en sus efectos: sin lugar a dudas, el espectador es capaz de sufrir la misma angustia que padecen, por ejemplo, tanto el piloto del avión estrellado en la mar como los marineros que se ahogan en el buque. De esta manera, comprende mejor que los civiles que los rescataron sean considerados héroes, pues libraron a sus militares de una muerte atroz. Pero ello, como decimos, no consigue que sea la excelente película que han descrito muchos. Esto nos lleva a la siguiente pregunta: entonces, ¿por qué ha gustado tanto? A nuestro juicio, y sin pretender entrometernos en los gustos personales, por dos motivos: porque es de Nolan y porque la gente en general ha visto poco cine.




   En efecto, gracias a su brillante carrera, Nolan se ha convertido en el nuevo dios del celuloide; de esta manera, nadie se atreve a discutir ninguna de sus decisiones, por muy mala que esta sea. Es más, el público le agradece tanto su resurrección de Batman, superhéroe venido a menos por culpa de la horrorosa Batman & Robin (Joel Schumacher, 1997), que ya puede hacer la película que desee, puesto que siempre se verá respaldado por una legión de admiradores. Además, y como consecuencia de ello, existe cierto complejo que nos impele a decir que nos gusta, pese a que no sea así, puesto que uno teme ser despreciado por el sector culto de la cinefilia (es lo que le ocurrió al público menos avezado con Interstellar, cinta que, no obstante, agradó al autor de este blog). En cuanto al poco bagaje cinematográfico del público, solo debemos apuntar que existen verdaderas obras maestras que, sin tanto golpe de efecto, dejan Dunkerque a la altura del betún: Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), El día más largo (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki, 1962) y Tora! Tora! Tora! (Richard Fleischer, Kinji Fukasaku y Toshio Masuda, 1970) son un pobre ejemplo de ello. ¡Hasta la menospreciada Corazones de acero (David Ayer, 2014) es muchísimo mejor! 

   Sin duda, empezamos el nuevo curso con fuerza, despreciando uno de los títulos más emblemáticos de 2017. Como hemos indicado al principio de la entrada, este es un blog que pretende dialogar con el lector, por lo que sus textos revelan más una opinión particular de su autor que un tratamiento objetivo. De esta manera, la presente cinta, que a nosotros no nos ha gustado, puede haber sido del agrado de muchos otros (a tenor de las cifras de recaudación, de muchísimos otros). Así, no pretendemos forjar aquí ningún criterio, sino exponer solamente el nuestro, que es tan acertado o equivocado como el visitante lo quiera ver. Sea como fuere, es una buena forma de empezar septiembre y, con él, la nueva temporada cinéfila. Por tanto, ¡sed todos bienvenidos!