lunes, 24 de julio de 2017

The Exorcist

   Resulta curioso que, pese a encontrarnos en una época de la historia caracterizada por el ateísmo, el diablo continúe despertando el interés de la sociedad. En efecto, aunque esta última tenga un comportamiento laico, laicista y, por ende, anticristiano, Satanás, que forma parte del credo de la Iglesia, sigue presente en su magín, evocándole miedos, cargos de conciencia, ríos de tinta o kilómetros de celuloide. Es posible que ello esté vinculado precisamente con el agnosticismo del que tanta gala hace, pues este la ha conducido a depositar su fe en soterradas prácticas ocultistas, como el yoga y el reiki, y a la adopción de religiones orientales tamizadas por la visión de Occidente, como el budismo que vemos en Europa (para saber más, pincha aquí). Pero es probable que también esté relacionado con el humanismo que hoy padecemos, un culto al hombre cuyo lema, "Haz lo que quieras", es compartido por las sectas demoníacas que proliferan en nuestro mundo.

   Sea como fuere, el cine ha recogido esta malsana propensión a lo largo de los años: alguna vez, para bien, mostrando sus temibles consecuencias; otras veces, para mal, usándola como mera excusa para infundir terror en el público. A nuestro juicio, aunque esta segunda opción sea válida, pues Hollywood no deja de ser una industria que vive del dinero del espectador, tiene asimismo una labor educativa (aquí), por lo que debería promover títulos que se circunscribieran a la primera alternativa. En este último sentido, de hecho, nos ha ofrecido títulos tan recordados como La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), El exorcista (William Friedkin, 1973), que es la obra cumbre del género, El exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson, 2005) y La bruja (Robert Eggers, 2015); pero, en el otro, ha perpetrado cintas tan deplorables al respecto como Exorcismo en Connecticut (Peter Cornwell, 2009), Ouija (Stiles White, 2010), El último exorcismo (Daniel Stamm, 2010) y Expediente Warren. The Conjuring (James Wan, 2013), que, sin embargo, denotan ese constante interés al que aludimos. Es por ello que la televisión no podía desaprovechar esta triste moda; así, gracias al revival del que está gozando a través de las series, ha creado una basada en aquel film que hemos calificado como el mejor del género: The Exorcist (Jeremy Slater, 2016).




   Aunque este nuevo show doméstico pretende ser una actualización de la obra literaria de William Peter Blatty, debemos advertir, en honor a la verdad, que está más relacionado con el film de 1973 que con esta. No conviene desvelar el motivo, pues forma parte de la trama, y entraríamos en el peligroso terreno de los spoilers; pero debemos decir que, quien haya visto la película y leído el libro, lo identificará en el acto. Por esta razón, vuelve a contar con dos sacerdotes encarándose al diablo, con un problema de fe y con ciertas prácticas satánicas como origen de todo ello, algo en lo que incide más el largometraje en el que se basa que el texto que lo inspiró; sin embargo, también cuenta con un acercamiento novedoso a la figura del protagonista, que no solo experimenta esa citada desconfianza, sino que muestra asimismo una debilidad que no recogía ninguno de aquellos dos.

   Ciertamente, la serie describe al padre Ortega (Alfonso Herrera) como un sacerdote pusilánime y afligido, pues vive anclado en el recuerdo de un viejo amor, y, por tanto, se plantea una y otra vez su idoneidad para el ministerio. Pero, lejos de lo que podría esperarse de una producción actual, no se deja arrastrar por estos sentimientos que lo acechan, sino que los combate por el bien de su vocación, de su entrega a los demás y de su propia santidad. De este modo, ofrece una visión acertada del presbítero, que, como hombre y como cristiano, se enfrenta a las tentaciones que lo asaltan durante su camino, aunque teniendo al Hijo de Dios y al prójimo como metas del mismo. Tal vez debería haber hecho mayor hincapié en esta problemática, que solo toca de pasada, aunque habría resultado interesante para el televidente; no obstante, y por desgracia, ha preferido inclinarse hacia el thriller más burdo, convirtiéndose así en una historia sin gancho.




   Sin duda, nos encontramos ante una serie que, olvidando los rasgos humanos de sus protagonistas, exceptuando el que hemos mencionado, anhela el efectismo visual por encima de su argumento; de este modo, pesan sobre ella el manido "giro final" y ese ansia por imitar el terrorífico ambiente que transmitía la cinta de Friedkin. Pero, mientras que esta lo conseguía a través de los grandes conocimientos que ostentaba acerca de la veracidad de una posesión demoníaca, aquella lo intenta mediante sustos vacuos y tópicos cinematográficos, que ya han sido vistos en cualquier película sobre el diablo. Tanto es así que alcanza su paroxismo en las escenas culminantes, es decir, en las que enfrentan a los sacerdotes contra Satanás: por desgracia, parecen clichés extraídos directamente de El príncipe de las tinieblas (John Carpenter, 1987) o de Vampiros de John Carpenter (id., 1998), en vez de una descripción de la presencia real del maligno. 

   Por este motivo, desde aquí no podemos recomendar esta serie. Como hemos dicho arriba, ha perdido la oportunidad de ahondar en la historia del sacerdote atormentado, que busca ser fiel por encima de sus miserias (no obstante, es algo que le ha servido para humanizar la figura del presbítero, muy mal tratada en el cine de hoy, tanto por las producciones que la edulcoran, mostrando hombres impolutos, como por aquellas que la denigran). Sin embargo, también ha desaprovechado la ocasión de mostrar la auténtica faz del demonio, de modo que aquellos que se sientan atraídos por él descubran el sufrimiento que conlleva, como hizo El exorcista en su momento. Por ello, es preferible revisar y promover esta última, que continúa siendo la mejor cinta sobre posesiones demoníacas y el mejor título de terror de todos los tiempos.



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