domingo, 30 de abril de 2017

El silencio de los corderos

   Hace unos días, el mundo del cine despidió a uno de sus autores más destacados. En efecto, después de afrontar una dura lucha contra el cáncer, Jonathan Demme murió en su casa de Nueva York a los setenta y tres años de edad. En su haber, nos ha dejado varios títulos de interés, pero, sobre todo, cambió el rumbo del séptimo arte mediante dos películas emblemáticas: El silencio de los corderos (íd., 1991) y Philadelphia (íd., 1993). Por este motivo, es justo que en este blog le dediquemos la entrada de esta semana.




   Jonathan Demme nació el 22 de febrero de 1944 en el Estado de Nueva York. Su interés por el cine fue tan acusado que no dudó en estudiarlo en la célebre Universidad de Florida, donde se licenció con un éxito notable. Por suerte para él, este incipiente renombre suscitó la curiosidad del conocidísimo Roger Corman, quien le financió su primer título, La cárcel caliente (íd., 1974), una película de corte erótico que hoy causa más risa que excitación. Pese a la escasa recepción pública, continuó ganándose la aprobación del citado productor, quien le propuso rodar Tres mujeres peligrosas (íd., 1975) y Luchando por mis derechos (íd., 1976), películas que ya han caído en el olvido. Con el paso del tiempo, no obstante, consiguió el afecto del público y de la crítica mediante tres comedias grabadas con un clasicismo que demostraba su pasión por el séptimo arte: Melvin y Howard (íd., 1980), Algo salvaje (íd., 1986) y Casada con todos (íd., 1988). Pero su espaldarazo definitivo llegaría unos años después con la excepcional El silencio de los corderos (íd., 1991).

   En efecto, gracias al derrotero por el que caminaba su filmografía, consagrada a la serie B y a la comedia romántica, nadie podía suponer que, con el citado título, afrontaría una de las historias más truculentas del celuloide. Ciertamente, hoy todo el mundo recuerda a la agente Starling (Jodie Foster) entrevistándose con el afamado Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) para cazar al asesino Búfalo Bill. Sin duda, nadie que haya visto el film podrá olvidar los interesantes diálogos de mutua admiración que mantenían aquellos dos y que cambiaron el curso del género policíaco para siempre. De hecho, a partir de entonces comenzaron a pulular por la gran pantalla innumerables psicópatas inteligentísimos que desafiaban a las fuerzas del orden, como el que aparecía en la popular Seven (se7en) (David Fincher, 1995). Su éxito fue tan rotundo que no solo ganó los mejores galardones de los Óscar de su año, sino que también creó un personaje que dio pie a toda una saga (Hannibal, El dragón rojo y Hannibal. El origen del mal) y que ahora se perpetúa en la televisión mediante la serie Hannibal (Bryan Fuller, 2013) [La omisión de Hunter (Michael Mann, 1986), primera aparición cinematográfica del Caníbal, es consciente, ya que no consiguió la repercusión que obtuvo el film de Demme]. 




   Gracias al aplauso recibido por El silencio de los corderos, Jonathan Demme afrontó un nuevo título de difícil calado: Philadelphia (íd., 1993). En él presentaba el drama de un abogado despedido del bufete por su condición de homosexual, que buscaba desesperadamente un compañero de oficio, para que le ayudase a defender sus derechos. Sin duda, el largometraje es tan recordado como su predecesor, pues cuenta con unas actuaciones extraordinarias que, no en vano, le reportaron a Tom Hanks su primer Óscar. Pero, sobre todo, es venerado por tratarse del film que sentó las bases de la visión sobre la homosexualidad que hoy tenemos. Ciertamente, y pese a quien le pese, los homosexuales en el cine eran abordados hasta el momento con sorna y comicidad, pero esta película los presentó bajo la sombra del romance, algo que, como decimos, cambió la idea de la sociedad respecto a ellos.

   A pesar de estas dos grandes cintas, su responsable se sumió después de ellas en un enigmático silencio artístico. Efectivamente, continuó su carrera en el género documental y en la televisión, medio para el que grabó Historias del metro (íd., 1997) y algún episodio de la serie En cuerpo y alma (íd., 2011), pero no volvió a destacar en el terreno cinematográfico. De esta manera, aunque lo volvió a intentar con Beloved (íd., 1998) y La boda de Rachel (íd., 2008), a las que imprimió su primerizo estilo clasicista, no consiguió recuperar el aplauso logrado por aquellas. Solo mediante El mensajero del miedo (íd., 2004) suscitó parte de ese interés, pero no el mismo del que había gozado. Al final, se despidió de este mundo con una obra irregular, Ricki (íd., 2015), que ofrece una estupenda interpretación de Meryl Streep, pero una dirección desganada que en absoluto se asemeja a la manifestada en El silencio de los corderos y Philadelphia.

   Hoy le decimos adiós, pues, a un cineasta de evidentes altibajos artísticos, pero que nos legó dos obras cumbres del séptimo arte. Gracias a él, hoy nos aterran más los psicópatas y miramos con otros ojos a las parejas homosexuales; tememos al especialista que nos mira con avidez y compadecemos al enfermo de sida. Es, por tanto, un día triste para el aficionado, pues nos ha dejado un autor que cambió el rumbo del celuloide para siempre.


   

lunes, 24 de abril de 2017

El terror del más allá

   Es indudable que todo cinéfilo alberga dentro de sí un punto friki (o "friqui", como admite la RAE). Los que ya me van conociendo gracias a los artículos de este blog, habrán descubierto que yo me pirro por el kaiju eiga (aquí), el cine de extraterrestres (aquí) y la serie B. En esta última, caben desde los filmes de John Carpenter (aquí) hasta Stranger Things, el reciente homenaje televisivo hecho a ella y que ha recabado un éxito muy merecido (aquí). Pero debo admitir que siento un irrefrenable gusto por la ciencia ficción hollywoodiense de los años cincuenta, porque me conecta conmigo, el niño que disfrutaba de ella frente a su televisor y al aparato de vídeo VHS, y porque me hace contemplar con admiración un género que derrochó el talento y la fantasía de la que hoy adolecen muchos títulos. Así pues, si me viera obligado a elegir una película de esta índole, sería El terror del más allá (Edward L. Cahn, 1958). 




   Una misión de rescate llega al planeta Marte. Sus miembros deberán localizar y traer de vuelta a los tripulantes de una expedición anterior, que no dan señales de vida desde que alcanzaran el mismo destino. Sin embargo, cuando aquellos descubren la nave, encuentran que todos estos han sido asesinados, excepto el capitán. Por esta razón, deciden apresar a este último y llevarlo de vuelta a la tierra, donde se determinará si él ha sido el homicida. Sin embargo, el viaje de regreso no será tan placentero como esperaban, puesto que, durante su estancia en el planeta rojo, un marciano se ha introducido en la bodega de su nave y ahora aguarda el momento de manifestarse y de aniquilar a todos los astronautas.

   No hay duda de que, a primera vista, se trata de un argumento muy conocido, puesto que lo hemos visto en cintas como Alien, el octavo pasajero (Ridely Scott, 1979), La cosa (John Carpenter, 1982) o la reciente Life (Vida) (Daniel Espinosa, 2017). Sin embargo, debemos tener en cuenta que este film originó todos los que acabamos de citar y alguno que no ha aparecido, como la imprescindible Terror en el espacio (Mario Bava, 1965). De esta manera, podemos afirmar que es un título que se halla en la base de la ciencia ficción más moderna.

   Pero, donde yo encuentro un verdadero placer a la hora de visualizar esta obra, es en su entrañable ingenuidad. En efecto, no puedo dejar de sonreír complacientemente cuando veo aparecer al marciano que aterroriza a los astronautas, una hierática mezcla de látex inspirada en la criatura de La mujer y el monstruo (Jack Arnold, 1954) y en el Frankenstein o en la momia de Boris Karloff; cuando contemplo la extremada educación con la que los aventureros se tratan entre ellos, o cuando veo el amor galante que se da entre los protagonistas. Ni que decir tiene que estas características ya han desaparecido por completo de este tipo de celuloide: ¿disfrazar a un actor cuando se puede recurrir al CGI?, ¿escribir un guion excesivamente literario cuando lo soez dice lo mismo?, ¿desaprovechar una tensión sexual en un grupo compuesto por varones libidinosos y féminas obsequiosas? Es evidente, pues, que se trata de un género cinematográfico que ya está muerto. 




   Sin embargo, no por ello puedo dejar de disfrutarlo, pues continúa formando parte de mis recuerdos cinematográficos más entrañables. Ciertamente, es imposible mirar al pasado sin observarme frente a un viejo televisor en blanco y negro mientras me embebo de estas historias, que yo hacía mías con una intensidad que aún me asombra. De esta manera, salía corriendo del cine cada vez que veía La masa devoradora (Irvin S. Yeaworth Jr, 1958), blandía mi alfiler contra un arácnido gigantesco al ver El increíble hombre menguante (Jack Arnold, 1957) y socorría al misterioso alienígena de El ser del planeta X ((Edgar G. Ulmer, 1951) cuando ponía otra vez el vídeo a funcionar. Además, todavía me transmiten la ilusión de sus realizadores, que me contagiaron las ganas de filmar mis propios argumentos, pues sus medios eran tan caseros como los que yo poseía entonces (¿cómo olvidar al Edward Wood de Plan 9 del espacio exterior, que no reparó en los hilos de los que pendían sus platillos volantes?).

   Así, solo puedo decir que soy un friki de esa ciencia ficción añeja e ingenua, de esos cuidados diálogos que reflejaban la educación de una sociedad abolida, de los argumentos que han cimentado el género fantástico actual y de esos rudimentarios efectos que hoy producen carcajadas. Soy un friki de esa época cinematográfica, porque abundó en ella la imaginación y el talento, la pasión y el entusiasmo, y porque supo transmitirme esos mismos sentimientos que todavía albergo. Por esta razón, solo puedo despedirme con tres palabras: Klaatu barada nikto! 




domingo, 16 de abril de 2017

El hombre de mimbre

   Acabamos de terminar la Semana Santa. Como viene siendo habitual, se han sumado a las procesiones de cada día los insultos de aquellos que abominan de la fe cristiana. El mayor ejemplo de esta actitud lo hemos tenido en Sevilla, donde un grupo de niñatos ha causado una estampida entre la concurrencia. Por supuesto, sus defensores lo atribuyen exclusivamente a una gracieta ingenua, mientras que los afectados comprenden que se trata de un nuevo ataque a sus sentimientos religiosos.

   En efecto, hoy vivimos una nueva oleada de irreligiosidad militante, a través de la cual, sin embargo, no se pretende asumir una vida sin Dios, sino imponerla. Tanto es así que ya son muchos los colegios donde se ha prohibido la presencia del crucifijo, o no son pocas las voces que claman porque este último también desaparezca de otros organismos del Estado. De esta manera, se pretende sustituir una fe por otra, es decir, la católica por la atea. A muchos cinéfilos, esta tesis nos evoca indefectiblemente a un largometraje que hoy está siendo redescubierto: El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973).




   El sargento Howie (Edward Woodward) es enviado a una remota isla escocesa con el propósito de investigar un supuesto homicidio. Como no encuentra ningún tipo de colaboración por parte de sus habitantes, decide permanecer en ella varios días para resolver por sí mismo el misterio. Sin embargo, a medida que avanza el tiempo, descubre que el lugar esconde más de un enigma, puesto que se ha instalado en él un nuevo paganismo que parece atentar contra la dignidad de las personas que lo practican. El artífice de todo ello es lord Summerisle (Christopher Lee), que pretende erradicar el cristianismo de sus dominios para imponer esta fe tan particular.
   
   Ciertamente, aunque el ateísmo pueda ser una postura filosófica respetable, puesto que responde a la decisión de una persona concreta, hoy ha evolucionado hasta convertirse en un nuevo paganismo. De este modo, como ya hemos advertido, no solo promueve la ausencia de cualquier símbolo religioso en los espacios públicos (especialmente, de los católicos), sino que también busca la adhesión de prosélitos y la divulgación de su doctrina. En ambos casos, cabe recordar el bus ateo que circuló por Madrid hace unos años, cualquier campaña contra la asignatura de Religión en los colegios, o la edición de libros infantiles con este espíritu (el caso más destacado es la trilogía de La materia oscura, escrita por Phillip Pullman y adaptada al cine bajo el título de La brújula dorada).   

   Por supuesto, el ateo que profese esta nueva versión de su filosofía acusará a la Iglesia de recurrir a los mismos métodos con el propósito de evangelizar. De este modo, y en verdad, ella respondió al citado bus mediante otros con anuncios más positivos, responde a las campañas escolares animando a los padres católicos a que matriculen a sus hijos en Religión y publica innumerables obras cristianas que pretenden divulgar su fe (para establecer un paralelismo con la trilogía infantil atea citada, dispone de Las crónicas de Narnia, escritas por C.S. Lewis y llevada al cine en tres ocasiones). Sin embargo, esta actúa movida por el mandato misionero del Señor, mientras que aquel lo hace por un aparente revanchismo.




   El prosélito de esta confesión laicista cree que la religión (especialmente, la católica) solo ha servido para que la sociedad sea aterrorizada, encerrada en el oscurantismo y flagelada con la moral sexual. Por esta razón, piensa que debe ser erradicada con la misma violencia que ella ha usado supuestamente a lo largo de los siglos. De esta manera, se ha convertido en un inquisidor más peligroso que aquellos que, a su juicio, gobernaron la Iglesia durante el medievo. Por tanto, si esta última promueve los sacramentos para la santificación del pueblo, él debe hacer lo mismo con las celebraciones civiles que los imitan (v.gr., matrimonios y bautizos en el ayuntamiento); si enseña la historia sagrada para la salvación del alma, debe insistir en el ateísmo para su aparente liberación, y si saca a la calle sus imágenes, debe exigir sus propias celebraciones, de carácter más ofensivo (en este último grupo caben las profanaciones de capillas y el largo etcétera al que ya nos hemos acostumbrado). 

   Esta situación alcanza su paroxismo en el empeño que tiene el ateo militante en borrar de un plumazo todos los vínculos que unen al hombre con la Iglesia a lo largo de la historia. De este modo, se evita obstinadamente hacer mención a ellos en la asignatura que lleva su nombre, exceptuando aquellos momentos en los que el primero se ha desuncido presuntamente del peso impuesto por la segunda; se falsean una y otra vez los datos, presentando una supuesta rivalidad entre la fe y la razón, en la que aquella siempre ha oprimido a esta, o bien se oculta que las ciencias modernas nacieron en el seno del cristianismo o que muchos de sus promotores eran creyentes (¿sabía el lector que, en El origen de las especies, Darwin afirma que la evolución se debe a la mano providente del Creador?). En la actualidad, vemos que se desprecia todo lo religioso o que se intenta corregir lo que alguna vez lo fue, es decir, arrastran a la hoguera a los que no aceptan su nueva Inquisición.  

   Sorprendentemente, el ateo moderno se ampara en la libertad para actuar de este modo, puesto que opina que la Iglesia la coarta. Sin embargo, ¿no es libre cada uno de creer lo que desee, incluso la existencia de Dios? Por este motivo, ¿qué razón hay para empeñarse en lo contrario? Más aún, ¿con qué derecho anula aquel la esperanza de un hombre en el Padre celestial? Es posible que con el único derecho que parece producirle el odio hacia la seguridad de lo sagrado. Este odio, sin embargo, lo conduce a una ofensa casi continua de los sentimientos religiosos de miles de personas, que ven cómo se les impone un nuevo credo que anula su fe en un mundo sin dolor.



domingo, 9 de abril de 2017

Japón bajo el terror del monstruo

   Estamos viviendo en nuestros días un tímido renacimiento de las monsters movies. En efecto, gracias al éxito de películas como Kong. La isla calavera (Jordan Vogt-Roberts, 2017) -puedes leer la crítica aquí- o Godzilla (Gareth Edwards, 2014), este subgénero parece calar de nuevo en el ánimo del espectador. Precisamente la criatura de esta última cinta, que promete enfrentarse a la de aquella en un film futuro (aquí), fue una de las causantes de que esta moda empapara el cine de los años cincuenta gracias al film que nos ocupa: Japón bajo el terror del monstruo (Ishiro Honda, 1954). Por este motivo, hoy vamos a dedicarle una entrada en este blog.




   Nos encontramos en el Japón de la posguerra. Pese a que la contienda mundial haya finalizado solo una década atrás, el país ha conseguido sobreponerse y ya se desarrolla con absoluta normalidad. Sin embargo, un nuevo temor se cierne sobre él: Godzilla. En efecto, no son pocos los japoneses que advierten de su próxima llegada, puesto que la pesca ha descendido notablemente y algunas ciudades costeras han sido aniquiladas durante la noche. Por este motivo, se abre una investigación, que determina que el citado monstruo legendario se acerca y que es mucho más grande de lo que se creía, puesto que ha sido afectado por las radiaciones atómicas.

   Es posible que este argumento suene hoy a trillado, ya que ha servido para crear otros filmes u originar alguna serie de televisión. Sin embargo, se trató en su momento de una sinopsis revolucionaria, puesto que aprovechó la nueva moda para criticar abiertamente la hostilidad mantenida por Estados Unidos hacia Japón durante la Segunda Guerra Mundial. En efecto, antes de este largometraje, las pantallas de todo el mundo ya habían presentado dos criaturas colosales: el conocidísimo gorila gigante y el radosaurio, protagonistas respectivos de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, 1933) y El monstruo de tiempos remotos (Eugène Lourié, 1953). Sin embargo, como ninguna de estas cintas presentaba una diatriba real contra un problema determinado, la de Godzilla se erigió como la precursora de esta nueva tendencia (para ser justos, debemos indicar que la película de Louiré prevenía sobre la radiación atómica, aunque su mensaje terminaba por pasar desapercibido).

   Así es, en la película podemos contemplar escenas sobrecogedoras que nos indican hasta qué punto continuaba presente en Japón el lanzamiento de la bomba atómica. La primera de ellas, por supuesto, la que muestra el rastro de ruina y radiación que deja Godzilla tras su paso por la capital, inspirada directamente en el mismo que dejó aquel fatídico proyectil sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero también la que describe la desolación de las familias por la pérdida de sus hogares, la que nos detalla el movimiento de las multitudes hacia los improvisados y saturadísimos hospitales de campaña y la que nos ofrece a niños desfigurados llorando por el horror que acaban de presenciar. Por consiguiente, se trató sin duda de una acerada respuesta al ataque perpetrado por Estados Unidos en suelo nipón.




   El film gozó de tanto éxito que muy pronto inspiró otros títulos, como La humanidad en peligro (Gordon Douglas, 1954), Surgió del fondo del mar (Robert Gordon, 1955) o Godzilla (Terry O. Morse, 1955), que fue una versión adaptada para Estados Unidos en la que se minimizaba la culpa de este país respecto a la creación del monstruo. Pero sobre todo dio lugar a un subgénero que todavía concita a multitud de fans: el kaiju eiga. Ciertamente, este cine de monstruos japonés nos ha regalado innumerables películas que hoy siguen causando furor entre sus más acérrimos seguidores: Los hijos del volcán (Ishiro Honda, 1956), Mothra (íd., 1961), El mundo bajo el terror (Noriaki Yuasa, 1965) o La batalla de los simios gigantes (Ishiro Honda, 1966). 

   Desgraciadamente, Godzilla solo es conocido por su etapa más naíf, en la que luchó contra extraterrestres malévolos (Los monstruos invaden la tierra), contra criaturas irrisorias (Gorgo y Supermán se citan en Tokio) o en la que incluso tuvo que instruir a su retoño en el arte de aterrorizar (El hijo de Godzilla y La isla de los monstruos). Sin embargo, debemos recordar que sirvió de paradójico adalid contra la contaminación del mundo en Hedora, la burbuja tóxica (Yoshimitsu Banno, 1971) o que vivió una de las más espectaculares resurrecciones del celuloide en Godzilla 85 (Koji Hashimoto, 1984), título que por cierto también precedió a los modernos reboots. Además, protagonizó una saga muy reciente iniciada por Godzilla 2000 (Takao Okawara, 1999) y un par de remakes de irregular éxito: Godzilla (Roland Emmerich, 1998) y su última versión, mencionada más arriba y dirigida por el ahora famoso autor de Rogue One. Una historia de Star Wars (Gareth Edwards, 2016).  

   Volviendo, pues, al principio, esto nos indica que el interés por las monsters movies nunca ha desaparecido del todo, sino que suele permanecer aletargado hasta que recibe un nuevo impulso. En este caso, parece que se lo ha concedido Kong. La isla calavera, en cuya escena post-créditos ya se insinúa el combate entre el simio gigante y el lagarto radioactivo (aquí). Además, este año hemos tenido la oportunidad de gozar de una nueva incursión del cine japonés en este campo mediante Godzilla Resurgence (Hideaki Anno y ShinjiHiguchi, 2016), donde se aprovecha el accidente nuclear de Fukushima para revivir al monstruo. Por este motivo, podemos decir que aquel añejo film nipón de los cincuenta fue toda una revolución y que hoy puede ser considerado como un título de culto.



   
   Nota: el tráiler no se corresponde con el film original, sino con la adaptación americana citada en el artículo. Por desgracia, no he localizado el vídeo japonés.

domingo, 2 de abril de 2017

Yojimbo (El mercenario)

   Reconozco que siento debilidad por las películas que abordan el tema de la redención. En efecto, me apasionan las historias que presentan a hombres apesadumbrados por su pasado y que, por ello, buscan una manera de redimirse. A mi juicio, es un claro testimonio de la existencia del alma humana, que alberga una conciencia y que requiere del perdón cuando esta ha sido mordida por la culpa.

   Por supuesto, el género por excelencia en este sentido es el western. Ciertamente, tenemos en él grandes ejemplos de largometrajes que describen con detalle la lucha de un alma por obtener la reconciliación. Entre los más destacables, es posible señalar Centauros del desierto (John Ford, 1956), Los siete magníficos (John Sturges, 1960), El jinete pálido (Clint Eastwood, 1985) o Sin perdón (íd., 1992). Pero existe un subgénero algo menospreciado que nos ha ofrecido joyas de esta misma índole; me refiero al chambara, es decir, al cine japonés de samuráis. Y la cinta que mejor lo representa es, sin duda, Yojimbo (El mercenario) (Akira Kurosawa, 1961).




   Yojimbo es el seudónimo de un samurái errante (ronin) que llega a una aldea japonesa. Allí descubre que dos facciones enemigas están enfrentadas entre sí por el control del pueblo. Como él está necesitado de dinero, decide colaborar con una u otra facción, según el sueldo que ambas le prometan. Sin embargo, cierto día descubre que uno de estos bandos ha secuestrado a una madre de familia. A partir de ese momento, el antiguo samurái recordará el oficio tan noble al que había consagrado su vida y resuelve situarse del lado de la justicia.

   Como vemos, nos situamos una vez más en esa trágica esfera de la redención. Efectivamente, la película está protagonizada por un viejo samurái que, o bien ha perdido su honor, o bien ha perdido a su señor. Sea cual fuere la razón de su vagabundeo, es evidente que se trata de un hombre desencantado, puesto que es capaz de venderse al mejor postor para conseguir algo de dinero (sin duda, esta sería una actitud impropia de un samurái convencido). Además, constatamos que está perseguido por su conciencia, puesto que aconseja a sus nuevos vecinos con la sorna propia del que ha experimentado la traición o el desengaño. Sin embargo, como hemos dicho, descubre la forma de liberarse de este peso mediante un buen gesto: reunir a una pobre mujer con su familia.




   Como el samurái del film, todos hemos experimentado alguna vez el peso de nuestra conciencia. Aunque muchas veces este sentimiento ha querido ser disimulado bajo un exceso de culpabilidad, lo cierto es que la traición de ese grito interno es mucho más profunda e hiriente que esta última. Por este motivo, cuando sentimos su dolor, necesitamos de inmediato remediarlo mediante una buena acción o a través del perdón de la persona a la que hemos ofendido. Esto nos conduce a descubrir que no somos meros animales, que actúan por un instinto irracional, sino personas con un alma que debemos cuidar y que nos otorga, por tanto, nuestra dignidad.

   El autor de esta joya es Akira Kurosawa, un cineasta que nos regaló películas tan memorables como Los siete samuráis (1954), La fortaleza escondida (1958) o Sanjuro (1962). Como en Yojimbo (El mercenario), descubrimos en ellas esa necesidad universal del perdón. Pero en esta última cinta quedó expresado de manera tan magistral que fue afrontado de nuevo mediante dos remakes que todo el mundo recordará: Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964) y El último hombre (Walter Hill, 1996). Así pues, nadie debería dejar de verla, ya que no solo influyó notablemente en la historia del cine, sino que también nos dejó un claro testimonio de la existencia y del funcionamiento del alma humana.