lunes, 31 de octubre de 2016

Dr. Strange (Doctor Extraño)

   Hace tiempo, leí un curioso artículo acerca de la religión que profesaban los superhéroes de moda (aquí). Gracias a él, supe, por ejemplo, que Hulk es católico, que el Capitán América asiste a misa todos los domingos y que Lobezno ha declarado en más de una ocasión que es un devoto presbiteriano escocés; asimismo, corroboré la dimensión cristológica de Superman (aquí) y la metáfora vocacional de Spider-Man 2 (Spiderman 2) (aquí). Por entonces, aún no se había estrenado el film que nos ocupa, pues, si lo hubiese hecho, probablemente habría encabezado esta peculiar lista.




   El doctor Stephen Strange es un afamado cirujano que cree poseer todo en la vida, ya que es millonario y goza de un prestigio internacional en el ámbito de la Medicina. Sin embargo, cierto día sufre un accidente automovilístico que lo pone en peligro de muerte y que le obliga a replantearse su propia existencia; además, una vez recuperado, descubre que sus manos han quedado inutilizadas, por lo que ya no podrá continuar ejerciendo su labor curativa. Empeñado, no obstante, en recobrar su antigua rutina, viaja hasta el Nepal, donde descubrirá un universo sobrenatural que, hasta el momento, había pasado desapercibido para él.

   Como podemos comprobar, la sinopsis de la película apunta a la conversión de un personaje que, habiendo gozado de los placeres de este mundo, descubre la existencia de otro que le reporta mayor felicidad, y que, por ello, decide consagrase a su servicio. Pero la metáfora no descansa solo aquí, sino que, a lo largo del metraje, descubrimos constantes referencias a la ley natural, que no debe ser alterada por nadie; a la acción del diablo entre los hombres, que se someten a sus mentiras pensando que así encontrarán la dicha que anhelan, y, finalmente, a la redención de estos, es decir, a la muerte de uno para la liberación de todos.

   Posiblemente, algún lector piense que esta enjundia religiosa sea una forzada visión de la película; sin embargo, debemos recordar que el autor de la misma ya demostró su interés por esta temática en sus anteriores obras El exorcismo de Emily Rose (2005) y Líbranos del mal (2014). Pero, si aun así el citado lector cree que aquí vemos brujas donde solo venden escobas, es preciso que se acerque a este otro artículo, donde el cineasta revela abiertamente sus intenciones: Llega el Doctor Strange. Tiembla el materialismo, triunfa la visión misteriosa de la vida y la cruz. Sea como fuere, la concepción religiosa de los superhéroes de moda es un hecho; por ello, concluimos este texto con la reflexión final del escrito que ha dado pie a este post: "El mundo necesita héroes positivos, impávidos y justos, que, en la eterna lucha entre el bien y el mal, siempre saben de qué parte deben estar. Y, si detrás de ello hay motivaciones religiosas, mucho mejor".   



domingo, 23 de octubre de 2016

Westworld (Almas de metal)

   Hace unas semanas, la cadena HBO estrenaba Westworld (Almas de metal). La serie parte con un notable punto a su favor, pues está avalada por J.J. Abrams, cineasta que renovó el panorama televisivo actual mediante la recomendable Perdidos (Lost). Por este motivo, pretende convertirse en el éxito de esta temporada y recoger, así, el testigo legado por Juego de tronos, soap opera que ya está llegando a su fin. Aunque todavía es pronto para determinar si ha cumplido su objetivo, los primeros episodios han aunado los aplausos de la crítica y del público, por lo que aquel parece haber acertado de nuevo con este proyecto. Pero hoy no nos centraremos en la serie, sino que aprovecharemos su estreno para revisar los filmes en los que se basa: Almas de metal (Michael Crichton, 1973) y Mundo futuro (Richard T. Heffron, 1976). 




   El primero de ellos estaba dirigido por el malogrado novelista Michael Crichton, autor de libros tan conocidos como Esfera (1987) y Parque Jurásico (1990), pero también responsable de las cintas Coma y El primer gran asalto al tren (ambas, de 1978). En él, podíamos presenciar cómo un grupo de robots se sublevaba contra los visitantes de un parque temático, premisa en la que más tarde profundizaría mediante su relato protagonizado por los dinosaurios. Además, uno de esos androides se obsesionaba tanto con el protagonista del film, que lo perseguía a lo largo de todo el recinto con el propósito de asesinarlo.

   Es cierto que, como acontece con otras películas de ciencia-ficción contemporáneas a esta, el tiempo parece haber transcurrido notablemente sobre ella; sin duda, un espectador joven se reirá de los pobres efectos especiales que ostenta, o se sorprenderá ante determinadas escenas, que hoy provocan más hilaridad que reflexión (los levantamientos de los robots en el mundo medieval y en el Imperio romano parecen escenas respectivas de Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores y La vida de Brian). Pero continúa mostrando un interés inmarcesible, puesto que, en realidad, diserta sobre el temor del hombre a verse traicionado por el estado de bienestar que él mismo ha creado (además, siempre podemos recordar la cinta como la inmediata predecesora de la famosa Terminator, en la que un autómata también daba caza a un humano con el fin de matarlo).




   En el segundo film, veíamos que el parque volvía a abrir su puertas después de haber permanecido clausurado durante algunos años, como consecuencia del caos contemplado en el primero. Esta vez, a los conocidos mundos del Imperio romano, la Edad Media y el lejano Oeste, se le sumaba el mundo futuro del título; en él, los visitantes podían suponer que navegaban por las estrellas hacia la exploración y conquista de diversos planetas. Sin embargo, unos periodistas descubrían que todo ese mágico entramado no era más que una tapadera que escondía las oscuras intenciones de sus responsables: clonar a los gobernantes de las naciones para manejar estas a su antojo.

   Como vemos, en vez de repetir el aplaudido argumento de su antecesor, el filme se aventuró a relatar una historia distinta, decisión que hace de él un buen largometraje. No obstante, y como también le ocurre a la película de Crichton, esta segunda parte ha envejecido muy mal; concretamente, podemos comprobarlo en su diseño de producción, que se asemeja más a una parodia del futuro que a una recreación del mismo. Sin embargo, su planteamiento es hoy tan inquietante como entonces, puesto que valora la posibilidad de que nuestros gobernantes solo fueran peleles en manos de potentes multinacionales, las cuales los manejarían según sus propios intereses (quizás podamos encontrar aquí el precedente de otra película clásica del género fantástico: ¡Están vivos!).

   Por tanto, Westworld (Almas de metal) es la heredera de una aceptable e influyente saga de ciencia-ficción cinematográfica; en consecuencia, deberíamos prestarle nuestra atención, puesto que podría convertirse en el nuevo boom de esta temporada. Además, como señalábamos, cuenta con el mecenazgo de J.J. Abrams, quien ya ha demostrado su magistral capacidad para adaptar filmes clásicos a nuestro tiempo mediante sus dos entregas de Star Trek (2009 y 2013, respectivamente) y la última de Star Wars. Es posible que le resulte difícil desbancar de su puesto a Juego de tronos, ya que esta ha calado profundamente en la cultura popular, pero su incipiente éxito le augura una vida próspera en la pequeña pantalla.



    


domingo, 16 de octubre de 2016

Snowden

   Como la actualidad cinematográfica impera en este blog, es necesario que esta semana hablemos acerca del regreso a la gran pantalla de Oliver Stone. Propiamente, nunca se ha marchado de ella, pero tanto su incursión en el terreno documental (Comandante, Al sur de la frontera y Mi amigo Hugo, por ejemplo) como la irregular calidad de sus últimos filmes (Salvajes, Wall Street. El dinero nunca duerme o W.) nos hicieron pensar que así sería. Por suerte, parece que estos derroteros no han sido más que un simple paréntesis en su carrera fílmica, ya que con Snowden (ibíd., 2016) vuelve a demostrar su talento para el largometraje y su capacidad para la narrativa. Recuperando, pues, su conocido estilo conspiranoico, aborda aquí una historia sobre la invasión de la intimidad y, por ende, sobre la abolición de la libertad.




   Esta historia es tan reciente que nadie ha olvidado todavía el revuelo causado por las palabras del genio informático en el año 2013. Según su declaración, y como también pudimos ver en el documental Citizenfour (Laura Poitras, 2014), el Gobierno estadounidense había tejido una enmarañada red de espionaje alrededor del mundo, mediante la que registraba y almacenaba los datos que aportaban los usuarios a través de sus dispositivos electrónicos. Por supuesto, todo ello era gestionado bajo el amparo de la propia seguridad, por lo que esta capacidad comenzó a usarse con el fin de seguir a los posibles terroristas; sin embargo, y debido a su crecimiento, derivó en un control meticuloso de todos los ciudadanos norteamericanos. Aunque su denuncia no sorprendió a nadie, pues todos recelaban de dicha vigilancia, sirvió para confirmar una situación que ponía en entredicho la libertad del individuo.

   Como decíamos arriba, la película recupera el genio del mejor Stone, por lo que aúna su excelente capacidad narrativa con su acostumbrada pasión por la conspiranoia más creíble. Siguiendo, pues, el estilo marcado por él mismo en J.F.K. Caso abierto (ibíd., 1991), realiza una pormenorizada investigación de todo el entramado que rodea al protagonista, de manera que el espectador sea partícipe objetivo de la historia que tiene frente a sus ojos. Ello no significa, empero, que estemos ante un filme aséptico o aburrido, ya que, más bien al contrario, goza de una calidad artística impecable y de una narración vibrante.   




   Pero lo que realmente inquieta tras el visionado de la cinta es la trama que destapa. En efecto, después de ver esta película, el espectador más avispado es urgido a cuidar el rastro que deja en internet, puesto que se convierte en una información que alguien puede usar en su contra. Es obvio que la mayoría de nosotros no tiene secretos que amenacen la seguridad de nuestros conciudadanos, pero ¿creen lo mismo quienes gestionan tales datos? Por otro lado, ¿la pretendida consecución de la paz justifica totalmente el allanamiento de nuestra intimidad? Particularmente, considero que la intromisión en la vida privada conlleva un recorte en la propia libertad, ya que esta es menguada o dirigida en favor de un posible bien común (o de un interés desconocido).
  
   Evidentemente, esta es la tesis del film, que, no obstante su irrenunciable aspecto de biopic documental, toma partido por la privacidad de las personas. Pero, al mismo tiempo, logra que el espectador participe en el debate, de manera que pueda decidir si quiere que su vida sea controlada por agentes superiores a él, o, por el contrario, desea que esté libre de cualquier injerencia. Sea como fuere, la denuncia ha sido lanzada y la conspiración ha sido delatada, de forma que ya nadie puede argüir que su intimidad es completamente privada ni que su libertad es absoluta. Por este motivo, es una suerte que Edward Snowden desvelase la oscura trama de espionaje y que Oliver Stone haya regresado a la gran pantalla con tanta fuerza para relatárnosla.



domingo, 9 de octubre de 2016

El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares

   Como en otras ocasiones, hoy presentamos un artículo de Dª. María Pérez Chaves, maestra de audición y lenguaje, quien nos ofrece su opinión sobre el último film de Tim Burton: El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares.  


   La película que hoy nos ocupa parte de una premisa atractiva: unos niños distintos, con poderes sobrenaturales, son llamados y protegidos por Miss Peregrine, quien se hace cargo de ellos en su mansión con el fin de que no sean rechazados por la sociedad. Para ello, la institutriz idea un bucle, que hace vivir a los niños siempre el mismo día, aunque, en cada uno de ellos, tendrán que enfrentarse a diversos monstruos que quieren acabar con ellos. No obstante, detrás de este argumento tan sugerente, se esconde una enjundia errónea sobre la educación que deben recibir los niños distintos.




   Un niño distinto es aquel que se diferencia de los demás, porque hace lo que no se espera que haga, saltándose las normas que el rol social impone a las personas de su edad; es por ello que se ven necesitados de una educación especial. En el largometraje, estos niños distintos son representados por los niños peculiares a los que alude el título. Sin embargo, y a diferencia de lo que hemos expuesto, la educación que reciben en el film no es la adecuada, pues su maestra, Miss Peregrine, en realidad no quiere que crezcan, que sean personas ni que tengan vivencias y experiencias.

  En efecto, a través de las vivencias diarias, un niño empieza a construir su identidad y su pensamiento; sin embargo, los niños de la película, a instancias de Miss Peregrine, se han quedado anclados para siempre en el mismo día, en una jornada en la que siempre ocurre lo mismo. Por este motivo, no pueden avanzar en su desarrollo personal: si no hay identidad, no hay personalidad. La institutriz, pues, amarra a los niños en esa realidad; por ello, podemos preguntarnos: ¿eso es verdadero amor a los niños distintos, o, en este caso, peculiares? En realidad, eso no es amor. Amar al niño distinto es dejar que vivan su día a día, que se equivoquen, que se caigan y se levanten, que aprendan de sus errores, que se enamoren y que se desenamoren.




   Los niños peculiares de la película tienen miedo a salir de su mundo, a salir del mundo creado por Miss Peregrine: un mundo maravilloso que, sin embargo, no es la realidad; un mundo sin problemas ni preocupaciones que, en verdad, se trata de una ilusión. ¿Cómo van a crecer de manera armónica en un lugar que no los enfrenta a la autenticidad? Curiosamente, los enemigos del hogar son seres invisibles, pues, cuando no queremos que el pájaro abandone el nido, inventamos lo que sea para evitar que lo haga. No seamos egoístas con los niños ("mamá, ámame tanto que me ayudes a vivir sin ti").

   ¡Qué buena es Miss Peregrine, que protege a los niños de todo peligro! Sin embargo, eso no es cuidar, sino impedir. Tal es su obsesión por los niños, que lleva un reloj en el bolsillo para controlarlos: tienen que llegar a la hora que ella les diga y no pueden retrasarse ni adelantarse; cuando ella quiera, tienen que dejar lo que estén haciendo para acudir a la llamada de mamá. Insisto en que esto no es educar: hay que dejar que los niños vivan. Debemos acompañarlos en su camino, no hacerlo por ellos; preparar al niño para el camino, no el camino para el niño. Miss Peregrine no tiene fe en que sus niños puedan llegar a ser; es por ello que los esconde, para que nadie los vea.




   Si el pájaro de nuestro nido está herido, curémoslo, pero no nos lo quedemos; dejémosle volar, para que haga su nido y tenga sus propios pajaritos. Si no se logra que el pájaro abandone el nido, sus posibilidades de vivir disminuyen. Es lo que les ocurre a estos niños peculiares: no saben vivir fuera del bucle; son pobres pajaritos que, teniendo alas, no pueden volar. Según Miss Peregrine, fuera del nido no tendrían vida y, para desarrollarse, tienen que estar con ella. La maestra no les deja salir del bucle, porque pueden morir sin los cuidados de mamá.

   Por tanto, tener una personalidad requiere mucho sacrificio y requiere tener identidad. Toda la vida vamos añadiendo identidad. Si estos niños peculiares siempre viven el mismo día, no pueden avanzar, no pueden ir creándose su propia identidad, por lo que terminarían psicótico. Así pues, el Yo tiene que crecer y desarrollarse.

María Pérez Chaves
Maestra de audición y lenguaje y monitora del método CEMEDETE
@mpchvs



lunes, 3 de octubre de 2016

Super Mario Bros.

   Ahora que la cultura ochentera está viviendo su manido revival, me gustaría decir que echo de menos, en nuestros círculos nostálgicos, a un personaje que marcó mi infancia durante aquella década: Mario. Estoy convencido de que no solo yo disfruté de su compañía durante mi edad más tierna; probablemente, muchos de mis lectores también hayan gastado multitud de horas frente al televisor contemplando sus saltos y capturando las setas o las estrellas que los bloques dorados nos proporcionaban (¿hay alguien que no recuerde la conocida melodía con la que se iniciaba cada partida?). La videoconsola que nos lo presentó fue la NES, que hoy también está gozando de su merecido renacimiento (aquí), pero el éxito que alcanzó gracias a ella fue tan grande que trascendió sus limitados ocho bits y se internó en el mundo de los dieciséis y en el de las portátiles (para el recuerdo, quedarán las sagas Super Mario World y Super Mario Land, pertenecientes, respectivamente, a Super Nintendo y Game Boy).

   Tal vez, el secreto de su popularidad quepa encontrarlo en la propia historia que ofrece el videojuego, prácticamente inalterada a lo largo de todas las ediciones que han ido ocupando nuestras estanterías: el hombre que debe rescatar a la princesa encerrada en el castillo después de vencer mucho peligros. Como hemos explicado alguna vez (por ejemplo, en el artículo dedicado a la saga de las galaxias -aquí-), es la esencia de la vida, que tiene como fin la conquista de un bien que se encuentra detrás de un ingente número de dificultades. Con toda seguridad, a ello también se sume la presentación que el mismo juego hace de dicho relato, que se caracteriza, sobre todo, por su innegable tono infantil, que despierta nuestra aletargada conciencia de niño y nos hace conectar con el cosmos de la ingenua inocencia que aún pervive en nuestro interior (¿no os habéis dado cuenta de lo colorido que es el reino Champiñón, de que no existe una violencia explícita o de que Mario es una persona bondadosa del que nunca desaparece su afable sonrisa?), amén, por supuesto, de su magistral jugabilidad.




   El olvido al que está siendo sometido nuestro fontanero se torna más doloroso cuando intento traer a colación su (desafortunada) aventura cinematográfica, que hoy no cuenta con muchos defensores entre los nostálgicos ochenteros (otros, ni siquiera parecen recordarla). Yo, sin embargo, me acuerdo a la perfección de aquel lejano año de 1993, cuando, con un grupo de incondicionales amigos, me dispuse a ver por fin, en pantalla grande y con actores reales, lo que hasta el momento solo había sido un pixelado juego en mi televisor: la película Super Mario Bros. Para nosotros, que aún no éramos duchos en la materia cinéfila, fue todo un espectáculo, aunque salimos con un amargor en nuestros labios difícilmente disimulable, pues habíamos visto algo que tenía muy poca relación con lo que esperábamos encontrar. Además, con el tiempo supe que el film había sido un rotundo fracaso económico, pues había cosechado solamente la mitad del dinero que había costado; que el rodaje se había desarrollado en un escenario de pesadilla (para su conclusión, tuvo que intervenir el director Roland Joffé, que nunca había mostrado interés por la sci-fi), y que sus intérpretes, en especial Bob Hoskins, se arrepintieron tras participar en él (aquí). Para colmo de males, todo ello había logrado que Nintendo rechazase avalar la consabida secuela y que desaprobase cualquier nueva incursión de su compañía en el séptimo arte.

   Sin embargo, cuando vuelvo a ver la película, alejado ya de aquel infantil entusiasmo (y de su consecuente desengaño), me percato de que la traté injustamente, pues ofrece unas virtudes que no fui capaz de observar el día de su estreno. Por supuesto, no quisiera encararme con los especialistas, que la vapulearon hasta la saciedad, pero sí me gustaría que tuviésemos en cuenta varios factores que hacen de este largometraje un film reivindicable. En primer lugar, quisiera recordar que fue la primera adaptación cinematográfica de un videojuego, por lo que sobre ella pesaba una responsabilidad que no se les ha atribuido a ulteriores (y peores) películas con idéntico propósito (a este respecto, recordemos Street Fighter, la última batalla o la más reciente Warcraft. El origen); en segundo lugar, quisiera destacar el buen ritmo que ofrece y que no decae pese al transcurso de los años (el tratamiento de la acción es tan válido como el que manejaban las producciones del momento); en tercer lugar, es elogiable su acercamiento a la ciencia-ficción más eficaz, pues nos encontramos con mundos paralelos, dinosaurios que sobrevivieron al letal meteorito que acabó con su presencia en la Tierra y que evolucionaron a humanos y con puertas dimensionales que conectan su universo con el nuestro (además, nos alegra la vista con un claro homenaje a la obra cumbre del género, Blade Runner, nada desdeñable), y en cuarto lugar, es pionera en su oscura visión de un personaje tan blanco como Mario, algo que hoy es plato común en los menús cinematográfico gracias, por ejemplo, a El hombre de acero (Zack Snyder, 2013).

   Tal vez, aquel niño entusiasmado que acudió al cine para ver a su héroe en pantalla grande no haya muerto del todo dentro de mí y, por ello, me emocione recordar esta película; tal vez, quiera forzar la nostalgia que me evoca este personaje tan querido y le disculpe, de este modo, su encarnación; o tal vez, sea cierta mi defensa de Super Mario Bros. Sea como fuere, la verdad es que los nostálgicos ochenteros parecen haber olvidado a este héroe bigotudo que nos ha hecho pasar momentos extraordinarios y que, más bien al contrario, es merecedor de un puesto importante en nuestro recuerdo, pues nuestra infancia o nuestra adolescencia están irrenunciablemente ligadas a él. Por ello, es conveniente que recurramos a sus aventuras en nuestras melancólicas disertaciones y que, a modo de homenaje fílmico, retomemos esta despreciada película, que es digna de un segundo visionado.