sábado, 24 de septiembre de 2016

Los siete magníficos (2016)

   Cuando analizamos Cazafantasmas (aquí), decíamos que un buen remake no es aquel que sigue punto por punto los derroteros de su predecesora, como la horrorosa Psycho (Psicosis) (Gus van Sant, 1998); tampoco es aquel que intenta superar al original, que es una manera de despreciarlo, como ocurre con la terrible Conan el bárbaro (Marcus Nispel, 2011). Un buen remake, por el contrario, es aquel que, o bien ofrece la misma historia de la primera película desde una perspectiva distinta a la que esta presentaba, o bien la actualiza debidamente, es decir, respetando su esencia, pero adaptándola a los tiempos que corren, como sucedía con La mosca (David Cronenberg, 1986) y con La cosa (The Thing) (Matthijs van Heijningen Jr.). Por fortuna, la nueva Los siete magníficos (Antoine Fuqua, 2016), que ha llegado esta semana a nuestras pantallas, se integra dentro de esta última opción, por lo que podemos decir que se nos ofrece como una película muy recomendable.




   Antes de centrarnos en ella, no obstante, conviene recordar que su predecesora, de homónimo título, ya se basaba en un film imprescindible para cualquier cinéfilo: Los siete samuráis (Akira Kurosawa, 1954). En ambas películas, contemplábamos la historia de un grupo de hombres que, pese a encarnar el modelo de virilidad de sus respectivos países de origen, es decir, el samurái en la obra nipona y el cowboy en la americana, se sentían abatidos por el peso de sus pecados, cometidos, sobre todo, a lo largo de una vida pasada, de la que desean desprenderse; de esta manera, la orgullosa masculinidad de cada uno de ellos estaba enterrada bajo la humillación de su propia vergüenza. Pero, a la vez, veíamos cómo esa vida, que se les había tornado tan onerosa, les brindaba una oportunidad para liberarse de la condena que ellos mismos se habían infligido: ubicarse en el lado del débil, a quien ellos, probablemente, también extorsionaran en el pasado, y defenderlo del asedio del poderoso, facción que ellos habrían apoyado (es por ello que ninguno de los siete, en ninguna de las versiones, se plantea en serio la recompensa de los aldeanos, sino que aceptan con gusto el trabajo por lo que significa para ellos).

   Afortunadamente, y como hemos indicado, Antoine Fuqua, que otrora dirigiese las irregulares Asesinos de reemplazo (1998) y Training Day (Día de entrenamiento) (2001), respeta la esencia de ambos filmes, que es, por otro lado, la eterna historia del hombre que busca su redención, y lo hace con mucho acierto, pues en su película está más presente que en la obra de Sturges (no así que en la de Kurosawa, pues este es el evidente leitmotiv de su extenso metraje). En efecto, en esta podemos ver una descripción rápida, pero detalla, de la pesadumbre que persigue a cada uno de los protagonistas (especialmente, al personaje interpretado por Ethan Hawke, mejor perfilado que el que abordase su alter ego Robert Vaughn en la versión de 1960, quien teme la muerte que él mismo ha proporcionado en infinidad de ocasiones) y su deseo, por tanto, de encontrar el alivio que necesitan; pero también podemos ser partícipes de la omnipresencia de la iglesia como lugar de refugio y de salvación, y de, por ejemplo, una melodía que silba Denzel Washington como seña de identidad y que es, en verdad, un anhelo por librarse de la carga que porta sobre su alma.




   La película, como también hemos insinuado, tiene elementos modernos en su guion, que, bien mostrados, como hemos dicho, son prueba de un excelente remake. En este caso, lo encontramos en la figura del villano, que ahora representa el capitalismo atroz, que devora sin misericordia a los pueblos débiles en su propio beneficio; también lo encontramos en el personaje de Haley Bennett, ejemplo de la mujer fuerte e independiente (¡eso sí que es verdadero feminismo, y no el exhibido por Cazafantasmas!), y en el grupo de los siete, que son un plantel interracial de las comunidades étnicas que moran en los Estados Unidos (principalmente, orientales, hispanos, indios y negros, o afroamericanos, por seguir en la línea de lo que es correcto a nivel político). Esto último desemboca en una graciosa tesitura, a la que también se enfrentó la nueva versión de El libro de la selva (aquí): como dicho grupo es una representación de las culturas que viven en América, todas y cada una de ellas deben ser respetadas, y ninguna, por tanto, debe sentirse discriminada (en adelante, spoiler); por este motivo, en la matanza final, común a sus predecesoras, son asesinados TODOS los blancos, por lo que sobreviven todos los que no los son (excepto el chino, que debe de formar parte de una comunidad que traga con lo que le echen). Solo tenemos que ver los disturbios que hay actualmente en Norteamérica a causa de los negros asesinados, para imaginar qué habría sucedido si, en el film, también hubiese fallecido Denzel Washington...

   En definitiva, Los siete magníficos, versión 2016, es un buen largometraje, que respeta la esencia de su predecesora y que la actualiza de manera correcta, por lo que pueden disfrutar de ella tanto los recalcitrantes del clásico como aquellos que no lo han visto nunca: los primeros gozarán de las referencias que existen a aquel, incluida en su banda sonora; los segundos, de un humor socarrón que ya estaba presente en aquella y de una aventura trepidante y entretenidísima. Sin duda, es un buen remake.



       

miércoles, 14 de septiembre de 2016

La redención de Mel Gibson

   La historia de Mel Gibson da para escribir un libro, o bien, y haciendo honor a su profesión, para filmar una película, pues ha pasado de ser un sinónimo de éxito en la taquilla a ser su evidente antónimo. En efecto, habiendo liderado los escalafones cinematográficos durante décadas, el actor es hoy despreciado por su vida privada, por lo que aún no ha sido capaz de volver a ostentar ese renombre que ganó meritoriamente a lo largo de su carrera profesional. Sin embargo, en la actualidad, ha demostrado su profundo arrepentimiento por la conducta que lo ha empujado a esta suerte de ostracismo público y, además, ha manifestado un humilde propósito de la enmienda, que puede servir de ejemplo a muchas personas que padecen sus mismas dificultades. Por este motivo, el presente post está dedicado a él, un hombre que lucha por rehacerse y por recuperar el estatus que ha perdido.



   Que nuestro amigo Mel nació entre los fotogramas con un pan debajo del brazo, nadie lo pone en duda, pues, ya desde su primera película como actor, la imperecedera Mad Max. Salvajes de autopista (George Miller, 1979), cautivó al público de todo el mundo y se erigió, con apenas veintitrés años, en una nueva estrella del firmamento cinematográfico. Por supuesto, este éxito no pasó desapercibido en la industria del celuloide de su país de adopción, Australia, que aprovechó su apostura interpretativa, con un marcado cariz de rebeldía, no solo para prolongar la saga iniciada con aquella (lo vimos en la buenísima Mad Max 2. El guerrero de la carretera y en la menos buena Mad Max. Más allá de la cúpula del trueno), sino también para otorgarle papeles de notable peso dramático, como la conmovedora Gallipoli (Peter Weir, 1981) y la emotiva El año que vivimos peligrosamente (Peter Weir, 1982). Su espaldarazo definitivo, empero, le llegó algunos años más tarde, cuando, después de haber hecho algunas incursiones en el cine norteamericano mediante Mrs. Soffel, una historia real (Gillian Armstrong, 1984) y Cuando el río crece (Mark Rydell, 1984), fue convocado por este para encarnar, en el film Arma letal (Richard Donner, 1987), al sargento Martin Riggs, personaje que lo catapultó de inmediato al plantel de tipos duros que protagonizaban las cintas de acción del momento (por cierto, muy bien homenajeados por Sylvester Stallone en su trilogía de Los mercenarios). 

   Tal vez por ello, todos los aficionados quedaran sorprendidos cuando, al revelar su legítimo interés por la dirección, eligió un largometraje que se situaba en las antípodas del estereotipo que él mismo había forjado en torno a su propia persona: El hombre sin rostro (Mel Gibson, 1993), una historia que versaba acerca de la relación entre un niño poco querido y su tutor, que hacía las veces de padre. Por suerte, su experimento resultó de lo más satisfactorio, pues, no obstante la usual premisa en la que se fundamentaba la película, supo decorarla con una sensibilidad y con un arte narrativo que hicieron de ella el gran título que hoy aplaudimos. Pero su consagración como director tuvo lugar dos años después, cuando regaló al espectador su indiscutible obra maestra Braveheart (Mel Gibson, 1995), que fue galardonada por la Academia, no en vano, con cinco premios Óscar, entre los que se incluían la mejor cinta y el mejor autor, reconocimientos casi inéditos en los anales de dicho palmarés (recordemos que estamos hablando de su segunda película como responsable de la misma; el gran Clint Eastwood, por ejemplo, que también había pasado de interpretar a dirigir sus propios filmes, tuvo que esperar a su decimaquinta obra, Sin perdón, para recibir el primero).


  

   Por aquel entonces, el bueno de Mel, en pleno auge artístico, ya había protagonizado algunos altercados como consecuencia de su arraigado problema con el alcohol, al que, según su propia confesión, se había aficionado durante la adolescencia; asimismo, había motivado un discreto alboroto entre los medios de comunicación debido a unas desafortunadas palabras contrarias a los homosexuales, de las que, además, nunca se ha retractado (en este último caso, debemos subrayar el moderado alcance que tuvieron, a la sazón, dichas intervenciones, pues internet no gozaba del peso que tiene hoy, ni el lobby gay disponía de la fuerza que ejerce en la actualidad, por lo que no hubo el eco que posteriormente se les atribuyó: aquí). Sin embargo, y tal vez a causa de la elevada categoría que ostentaba en el estrellato hollywoodense, ambas polémicas le fueron disculpadas con rapidez, por lo que se vieron desleídas muy pronto entre las noticias de la prensa rosa, contingencia que logró salvaguardar su reputación durante un tiempo.

   Pero esta cobertura mediática no evitó que el cineasta tomara conciencia de su pobre situación, por lo que, auspiciado por su esposa, Robyn Moore, acudió a un centro de autoayuda, en el que, según parece, encontró momentáneamente el auxilio que necesitaba para resolver sus problemas. Años más tarde, sin embargo, reveló que, durante el tratamiento, había valorado la posibilidad del suicido, pero que su antiguo cristianismo, que él mismo había postergado en favor de su próspera vida de aplausos, lo había disuadido de tal empeño. Este reencuentro con la fe perdida lo conmovió tanto, que decidió divulgársela al mundo mediante su tercera película como director: la soberbia La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004).


  

   Una vez más, el éxito no tardó en llamar a su puerta, porque, pese a las aceradas diatribas a las que se vio sojuzgado el film, este supuso un rotundo taquillazo en las salas de cine de todo el planeta y hoy es considerada la mejor película de la historia dentro de su género. No es de extrañar, por tanto, que, poco tiempo después, se embarcase de nuevo en un desconcertante proyecto que lo volvería a alejar de los convencionalismos dictados por el cine norteamericano: Apocalypto (Mel Gibson, 2006). En esta cinta, rodada en un idioma desconocido para la práctica totalidad de los espectadores, como ya hiciera con La pasión de Cristo, grabada en latín y en arameo, incide en su visión cristiana del mundo, contraponiendo, metafóricamente, los valores actuales con los tradicionales (ese amor a la familia que exhibe el protagonista) y refrendándola con la esperanzadora llegada de aquellos que, en América, la confirmarían.  

   Pero, del mismo modo que la fortuna se había fijado en Gibson para concederle su particular cornucopia, dejó de hacerlo en julio de 2006, cuando, tal vez desbordado por la creciente popularidad, retomó el triste hábito de la bebida, que, por desgracia, lo arrastró de nuevo a cometer sus acostumbradas imprudencias. En esta ocasión, sin embargo, no le fueron condonadas. A pesar de las duras penas que le fueron impuestas (multa de varios miles de dólares, tres años de libertad condicional, reuniones de autoayuda y asistencia obligatoria a un programa de recuperación de criminales), posiblemente fuera el divorcio de su cónyuge la que más lo afligió, ya que, en el instante de su arresto, vaticinó que eso es lo que ocurriría (aquí).




   No obstante las duras consecuencias a las que el actor se vio abocado, reconoció que su tropiezo le había servido para percatarse del derrotero que estaba tomando su existencia, apartada de la fe cristiana de la que, desde aquel reencuentro citado arriba, no ha vuelto a abjurar (aquí). Tal vez por esto, recibió numerosos elogios por parte de los mismos jueces que lo habían condenado (aquí) y aseguró que nunca más volvería a tomar una gota de alcohol, pues este lo había alejado de su amada familia, a la que él siempre había estimado como el principal fundamento de su vida. En el cine, hemos contemplado esta decisión, pues, resuelto a cumplir su empeño, se ha distanciado notablemente de las pantallas y solo ha aparecido en unos pocos filmes, entre los que caben destacar El castor (Jodie Foster, 2011) y Vacaciones en el infierno (Adrian Grunberg, 2012).

   Esta semana, sin embargo, ha regresado discretamente a nuestras salas cinematográficas con un título que, al mismo tiempo, puede ser visto por el espectador como si de su propio testamento se tratase: Blood Father (Jean-François Richet, 2016). En él, en efecto, podemos ver a un envejecido Mel Gibson que, tras haber sufrido un largo proceso de rehabilitación del alcohol y de las drogas, tiene la oportunidad de recuperar a su hija, perdida a consecuencia de sus excesos; por supuesto, él no dejará pasar esta ocasión y, por ello, se enfrentará a todos los problemas que surjan entre ellos y que procuren impedir esa unión definitiva por la que él suspira. Como decimos, tal vez esa sea la actitud de la que el mismo cineasta haya hecho gala durante su ausencia pública, impulsada, seguramente, por esa fe que también le sirve de sustento en el film.

   A finales de este mismo año, por último, regresará por la puerta grande a nuestras pantallas, ya que estrenará entre nosotros Hacksaw Ridge (Mel Gibson, 2016), película que versará sobre el primer objetor de conciencia que, durante la Segunda Guerra Mundial, fue condecorado con la medalla de honor del Congreso; además, ha anunciado la secuela necesaria de La pasión de Cristo (aquí), que tratará, como no podía ser de otra manera, la resurrección del Señor, que, tal vez, sea afrontada como una analogía de su propia recuperación. Ojalá estos filmes sean rodados con la maestría que Gibson ha demostrado a lo largo de su carrera, lo reconcilien con el mundo del espectáculo y, a modo de premio, recaben todo el éxito que merece el arduo esfuerzo que ha desempeñado con el fin de arreglar su vida.






         

martes, 6 de septiembre de 2016

El libro de la selva (2016)

   La semana pasada, tuve la oportunidad de ver la nueva versión de El libro de la selva. Reconozco que lo hice sin demasiadas ganas, ya que tengo una opinión excelente del clásico de dibujos animados y no quería que su recuerdo quedase mancillado por un hijo espurio, de esos que hoy proliferan por nuestras sufridas pantallas cinematográficas; tras su visionado, empero, quedé más que satisfecho, pues, donde yo creía que tropezaría con un arreglo infantiloide de la bella historia que narraba la primera, me encontré con un relato que se mantenía fiel a la esencia de esta y que, por consiguiente, lograba equipararse a ella e incluso superarla en algunos aspectos.




   Nadie le discute a Disney su acierto a la hora de convertir en imagen real aquellos filmes que fueron pensados para la animación, como Cenicienta (Kenneth Branagh, 2015) o Maléfica (Robert Stromberg, 2014), la vis oscura de La bella durmiente (Clyde Geronimi, 1959), pues no solo ha conseguido con esta iniciativa arrancar el aplauso del público, sino que también ha sabido agradar a las afiladas mentes de los críticos, que muchas veces se sitúan en las antípodas de los gustos populares. A la vista de esto, pues, no resulta extraño que recientemente haya estrenado Peter y el dragón (David Lowery, 2016) o que dentro de poco nos convierta a la Hermione de Harry Potter en la Bella de La bella y la bestia (Bill Condon, 2017); asimismo, ya ha anunciado su propósito de actualizar Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) bajo las directrices de Tim Burton (aquí), y de indagar en el mundo de Aladdin (Aladino) (John Musker y Ron Clements, 1992) mediante una precuela protagonizada por el genio (aquí). Tal vez, el éxito de esta idea estribe en el respeto mostrado a las cintas originales, que transmitían enseñanzas intemporales a las familias que acudían en masa a las salas donde se proyectaban.

   Afortunadamente, esta versión de El libro de la selva adopta también el derrotero de sus predecesoras, por lo que nos encontramos de nuevo con la historia de un niño que, habiendo perdido a sus padres durante los primeros meses de vida, anhela encontrar su lugar en el mundo. En efecto, detrás de aquella fábula del "cachorro humano" adoptado por una manada de lobos, se hallaba en verdad el complejo proceso de maduración que lleva a una persona a convertirse en adulta (a fin de cuentas, la selva del título, que también sirve de marco a la película, es una metáfora de la edad infantil, en la que se forjan las normas sociales primigenias, que le servirán de base para el futuro; pero también es imagen del mundo interior propio de esa prístina etapa, en la que cada día es una aventura diferente); así pues, vemos otra vez cómo ese crío que se acerca irremediablemente a la edad adulta, representada por el poblado de los hombres, se enfrenta a los obstáculos que le impiden dicho crecimiento, con el propósito de aherrojarlo para siempre en la puerilidad y en la inmadurez que hoy nos invade (el ejemplo diáfano de esta actitud es el oso Baloo, encarnación animal de su propia canción: Busca lo más vital), todo ello, por cierto, dirigido de manera maestra por el irregular autor de Iron Man y Iron Man 2 (Jon Favreau, 2008 y 2010, respectivamente).




   Sin embargo, como la moda es la auténtica emperatriz del cine de hoy, en el film nos encontramos que esta ha decidido que actualmente es un problema la moraleja que nos transmitía la versión de 1967. Como hemos señalado, aquella era una metáfora del paso de la etapa infantil a la adulta, en la que se ingresaba a través del amor sensual hacia una mujer (o hacia un varón, en el caso de que la película hubiese sido protagonizada por una chica), complemento sexual con el que el hombre llegaría a elaborar una nueva sociedad familiar y entraría a formar parte del engranaje comunitario que enlaza a todo el género humano, idea que hogaño está en entredicho y que puede alterar los alterados ánimos de los distintos lobbies que pululan por el mundo y que constriñen cualquier opinión que se oponga a sus diferentes credos; así que, para que el largometraje no sea objeto de los virulentos ataques mediáticos con los que aquellos expresan sus pareceres, la citada señora Moda lo ha arreglado haciendo que Mowgli no conozca a una chica que cautive su corazón, ni tenga el menor propósito de acomodarse a los dictados sociales de los hombres, sumándose a su cosmos, formando una familia con su esposa, teniendo descendencia y etcétera: lo mejor es que el niño se quede donde está, que siga su instinto y que continúe buscando lo más vital, para que nadie se sienta ofendido (podemos presenciar otra condescendencia a las normas imperantes en la matriarca lupina que se erige como defensora de la manada en ausencia del lobo macho, algo que no veremos nunca en la naturaleza, pero que queda muy bien ante las feministas recalcitrantes que luchan por erradicar el heteropatriarcado que las oprime).

   No obstante lo dicho, insisto en que es un buen film y en que a mí me agradó muchísimo; que no desdice del original (excepto en lo detallado arriba), y que puede ser disfrutado por padres e hijos, Por tanto, si Disney sigue así, demostrará una vez más que no tiene rival en el cinematógrafo familiar, aunque debería dejar de lado los imperativos actuales y seguir instruyendo en las enseñanzas eternas que transmitía en sus primeros largometrajes.