lunes, 29 de agosto de 2016

¿Para qué vivir?

   Reconozco que no sé por qué continúo hojeando El País: cada vez que lo hago, leo en él alguna información o algún reportaje que me enfada. Esta vez, se trata del que le han dedicado, en la edición digital de hoy, a la deportista paralímpica Marieke Vervoot (aquí). En sus líneas, como no podía ser de otra manera, a tenor de las apologías a la que dicho diario nos tiene acostumbrados, nos tropezamos con una defensa sin tapujos del suicido o del suicidio asistido, que es como se ha denominado en algunos momentos a la cruel práctica a la que alude; ciertamente, ninguno de los dos términos aparece ni por asomo en el texto, ya que la tolerante sociedad actual no soporta que le recuerden la existencia de palabras crudas o explícitas que le evoquen la dureza de la vida (o, en este caso, de la muerte): es por ello que usa el más aceptado y hasta benévolo de "eutanasia", que, a un nivel etimológico, se traduce algo así como "buena muerte" o "muerte dulce", pero que los paladines de la misma prefieren interpretarlo como "muerte digna".

   En efecto, a pesar de que en los primeros renglones del texto podemos leer un estupendo elogio a esta mujer, que, no obstante su enfermedad, que comenzó cuando solo contaba con catorce años de edad, ha sabido superar sus limitaciones, obteniendo incluso un par de medallas en los Juegos Olímpicos de Londres (2012), muy pronto llegamos a la manida falacia ad misericordiam que siempre esgrimen los caritativos abanderados de este crimen encubierto; así, y siguiendo este hábito, durante la lectura del escrito, somos acechados por pertinaces estocadas emponzoñadas de lágrimas que apuntan directamente a nuestro débil corazón, de manera que no solo comprendamos las motivaciones de la sujeta, sino que también las apoyemos y hasta que roguemos por su asesinato (eso sí, de forma poco desagradable, porque a ninguna persona que respalda la muerte de otra le gusta que la denominen "asesina"). Pero hay otra perversa finta en este artículo que, desde hace un tiempo, es usada con maestría por los bienhechores de este compasivo suicido (sigo preguntándome por qué, si tanto les gusta, no se quitan ellos mismos de en medio): el heroísmo. Es decir, el hombre o la mujer que se mata es hogaño el ejemplo que todos debemos aplaudir y, en un brete determinado, seguir.




   Todo esto me recuerda a la polémica que trajo consigo el suicido del tristemente famoso Ramón Sampedro, el cual, según las crónicas periodísticas del momento, fue el primer ciudadano español que solicitó de manera abierta dicha práctica sobre sí mismo, así como la inocencia de aquellos que se la administrasen (en este caso, la de su amiga Ramona Maneiro, que le facilitó una dosis mortal de cianuro potásico). Aún me acuerdo de cómo se hacían eco de esta penosa reivindicación los mass media del año 1998, ofreciéndonos insistentes bitácoras sobre la azarosa jornada del gallego, numerosos op-eds en los que, mayoritariamente, se abogaba a su favor, y cuantiosos vídeos caseros en los que él impetraba la misericordiosa muerte a una España anclada en la carcunda más rancia (hasta en mi casa debatíamos acerca del pobre tetrapléjico, postrado sin remedio en el eterno colchón de su alcoba). Por supuesto, mediante su gesto, solo consiguió impulsar una problemática que no ocupaba a casi nadie, pues aún está prohibida la eutanasia activa en nuestro país, y granjearse una canonización laica entre sus adláteres y demás eutanasiadores (como ejemplo, tenemos el busto que lo consagra en la playa de las Furnas y la película Mar adentro, del cineasta Alejandro Amenábar, que nos describe su hagiografía como si de una moderna Catalina Emmerick se tratase).

   Particularmente, estoy harto de héroes así, que hoy son equiparados con un Superman cualquiera (¡como si el kryptoniano decidiera morir cuando dejase de volar!); por el contrario, me parecen más dignas de aplauso las personas que, aun encontrándose en situaciones de similar o de mayor gravedad, resuelven enfrentarse a ellas con una valentía y con un arrojo encomiables (por ejemplo, admiro a Aron Ralston, que pese a su desgraciado estado, supo sobreponerse a la desesperación y valorar su vida más que la de su extremidad, como vemos en la excelente 127 horas, de Danny Boyle). Asimismo, me llenan de emoción los filmes que, siendo ficción, nos presentan como modelos a personajes que no sucumben a la tristeza o a la autocompasión, sino que arrostran ambas con inusitada fiereza, obteniendo, de este modo, la recompensa de su propia vida, como nos enseñan el Matt Damon de Marte (The Martian) (Ridley Scott, 2015) (ver reseña aquí) o la Sandra Bullock de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013).




   Por tanto, mientras que los que pugnan a favor del suicidio asistido y subvencionado erigen como héroes modernos a personas que han caído bajo el poder de la pena o de la desesperación, yo prefiero tener como ejemplo a aquellas que se superponen a ellas y ven un hálito de confianza en cada sol que nace por la mañana; mientras que ellos aseveran que inocularse una inyección envenenada es la muerte digna a la que todos aspiramos, yo denuncio que la auténtica dignidad en una muerte es la que acontece siendo cuidado y atendido hasta el final por las personas a las que amamos y que nos aman (¡aunque solamente sea la enfermera que esté de turno esa noche, que ama su trabajo y, a través de él, a todos los pacientes!), y, por supuesto, defiendo que la vida debe ser exprimida y luchada hasta la última gota, pese a que la agonía no le agrade a nadie, pues es un hermoso regalo que siempre oculta bellas sorpresas y del que, por ende, no debemos desprendernos hasta que nos sea reclamada. Para terminar, pues, y ya que estos defensores de la muerte siempre alardean de su cultura y menosprecian a los poco leídos, me gustaría citar una frase del clásico literario Crónicas marcianas (1950), del estadounidense Ray Bradbury (1920-2012): "Los hombres de Marte se preguntaban: "¿Para qué vivir?". La respuesta era la vida misma".       



martes, 23 de agosto de 2016

Stranger Things

   Este verano, me he topado con una sorpresa televisiva sin parangón: Stranger Things (Matt y Ross Duffer, 2016). Es evidente que la industria mediática de hoy está empeñada en tocar la fibra nostálgica de quienes nos criamos en la década de los ochenta, pero, asimismo, es notorio que, detrás de todo este aparato, no hay más que un mero interés crematístico (la última prueba de ello, la tenemos en el remake, que no reboot, de Los cazafantasmas: aquí). Por regla general, y debido a ese objetivo pecuniario, los productos que nos llegan de su mano no solo no satisfacen esa melancólica caricia que nos prometen, sino que consiguen enfadarnos, puesto que manchan el grato recuerdo que albergamos de los originales en nuestra memoria (para la basura, quedan títulos como Conan, el bárbaro y Poltergeist... las nuevas versiones, claro); sin embargo, hay ocasiones en las que se le escapa una pequeña joya, que consigue esbozarnos la atontada sonrisa de quien se reencuentra con su pasado, como ocurrió con la reivindicable Super 8 (J.J. Abrams, 2011). Tal vez por el ejemplo que dio este film, la serie que nos ocupa se desarrolla en su misma línea, algo que nos consigue devolver, como él, al universo que ya dejamos atrás, pero que aún seguimos añorando.




   En efecto, mediante esta magnífica obra, podemos viajar de nuevo al microcosmos cinematográfico que cautivó nuestra imaginación hace algo más de treinta años, cuando soñábamos con vivir en aquellas casas que aquí difícilmente encontrábamos, descubrir por casualidad el mapa del tesoro de Willy el Tuerto en el desván de alguna de ellas, sorprender a un afable extraterrestre en nuestro invernadero o navegar hacia las estrellas, a bordo de un viejo vagón de feria, con nuestros mejores amigos; pero también nos enfrenta otra vez a aquellos temores que se tornaban reales en nuestros oscuros dormitorios antes de dormir, como la posibilidad de fenecer durante un sueño a manos de un asesino onírico, de pelear contra unas indómitas y hambrientas criaturas erizadas llegadas del espacio o de preguntase si nuestros mogways se habrían atrevido a comer después de la medianoche.

   La historia comienza en la ciudad de Hawkins, en el Estado de Indiana, un 6 de noviembre del lejano año de 1983. Después de una partida de Dragones y mazmorras (tal vez, el primer role play game que todos hemos probado, junto con El señor de los anillos), un grupo de amigos se despide hasta el día siguiente; uno de ellos, empero, no acude a la obligada cita, por lo que todos, especialmente su madre, empiezan a sospechar que ha sido secuestrado o que se ha fugado por algún motivo que desconocen. De inmediato, tanto la Policía de la localidad como la familia del muchacho se vuelcan en su búsqueda, pero, debido a los escasos resultados que esta ofrece, sus compañeros se suman a ella. Gracias a este gesto, estos últimos encuentran, en un bosque cercano, a Once, una extraña niña con poderes sobrenaturales que parece estar vinculada misteriosamente a la desaparición de su amigo, por lo que deciden añadirla al grupo y servirse de su ayuda para localizarlo.




   A partir de aquí, todo el metraje de los escasos ocho episodios de los que la serie se compone es un guiño y una referencia constante a las cintas que han forjado nuestra infancia, como E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), Los Goonies (Richard Donner, 1985) y Exploradores (Joe Dante, 1985). Pero que esto no nos lleve a engaño, ya que no se trata de un simple remedo de lo que vimos en aquellos clásicos, sino un argumento nuevo y diferente que explora, eso sí, los elementos que hicieron imprescindibles a aquellas, como el protagonismo de lo misterioso y lo sobrenatural que nos presentaron, por ejemplo, Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y Poltergeist. Fenómenos extraños (esta vez, la buena), y la relevancia de la amistad, que quedó grabada en nuestro ideario de virtudes gracias a ellas y a títulos como Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986) y hasta la tardía Mi chica (Howard Zieff, 1991). Por supuesto, el terror está tan presente como lo estaba en Carrie (Brian De Palma, 1976), Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984), Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987) o la conocida soap opera Twin Peaks (David Lynch, 1990), puesto que, si de algo también nos advertían estas, es de que la ruptura de esa fantasía se podía quebrar en cualquier lugar, no obstante su serenidad, y de la mano de cualquier individuo, pese al rostro amable o conocido que pudiera tener (en el caso de la serie que nos ocupa, esta idea está encarnada por la amenazante presencia del laboratorio "Hawkins", donde, supuestamente, están teniendo lugar peligrosos experimentos que ponen en riesgo la vida de sus vecinos).

   Por tanto, nos encontramos ante un recomendable ejercicio de buen cine, en el que la nostalgia ochentera es un elemento más de la original trama que nos ofrece la serie, y no una finta tramposa ni un apetecible garlito en el que se nos tienta a caer. De ella, pues, gozarán quienes vivimos nuestra infancia o juventud hace más de tres décadas y los aficionados que nacieron después: los primeros, por el anhelado reencuentro con aquellas; los segundos, por el descubrimiento de una época mágica que sentó las bases de las aspiraciones de toda una generación.    





miércoles, 17 de agosto de 2016

Cazafantasmas

   Muchas veces, cuando nos llegan noticias sobre el rodaje o el estreno de un remake, le diagnosticamos a Hollywood una grave falta de imaginación, pues consideramos que, al ser incapaz de ofrecernos nuevos filmes que cautiven nuestro interés, recurre a argumentos que fueron exitosos en su época, con el fin de obtener el aplauso (y las ganancias) que alcanzó con ellos entonces. Sin embargo, y aunque este motivo sea cierto, la verdad es que la costumbre de elaborar versiones actualizadas de viejos clásicos cinematográficos es un hábito muy antiguo en el séptimo arte: Cecil B. DeMille, por ejemplo, dirigió dos adaptaciones de su película Los diez mandamientos (amén de la conocida, una silente en el año 1923), y Fred Niblo realizó el primer Ben-Hur en 1925, es decir, ¡treinta y cuatro años antes que la obra maestra de William Wyler! Por lo tanto, lejos de ser exclusivamente un síntoma de la debilidad hollywoodense a la hora de afrontar nuevos proyectos (con un claro objetivo crematístico), los remakes pueden ser también una buena oportunidad para presentar las antiguas historias desde un prisma novedoso, con el fin de hacerlas aceptables al público del momento.

   Por supuesto, existen buenos remakes y malos remakes: entre los primeros, se encuentran aquellos que, aun basándose en títulos anteriores, son capaces de ofrecer una historia diferente, pues profundizan en aspectos que sus predecesores relegaron o abordaron someramente (un buen ejemplo de ello son La cosa (El enigma de otro mundo), de John Carpenter, y La mosca, de David Cronenberg); entre los segundos, aquellos que se limitan a copiar la película original, pero pasándola por el tamiz de la técnica moderna o de la tendencia vigente (unos claros paradigmas de esta segunda opción son Psycho (Psicosis), de Gus Van Sant, y El planeta de los simios, de Tim Burton).




   El caso de Cazafantasmas es particular, porque, aun siguiendo casi punto por punto las líneas argumentales de la versión de 1984, que, como hemos dicho, es síntoma de un mal comienzo, propone, sin embargo, la interesante perspectiva que ofrece el grupo de mujeres que releva a los míticos Bill Murray, Dan Aykroyd, Harold Ramis y Ernie Hudson. No obstante, pese a esta loable finalidad, que acercaría la comedia ochentera a las generaciones de hoy, el resultado no es el esperado, puesto que el relato cae muy pronto en un discurso feminista que absorbe cualquier resto del genio que el guion podía presentar. En efecto, mientras que aquella era una sencilla parodia del mundo de la ciencia enfrentado a lo sobrenatural, esta somete el mismo argumento a las reivindicaciones por las que lucha la mujer actual, como su independencia y su igualdad al varón. Por supuesto, no quiero hacer ver con esto que soy contrario a dicha pugna por parte de nuestras féminas, sino que, mediante el uso que se hace de ellas en el film, este pierde la intemporalidad de su predecesor y su nombre queda denigrado (¿en serio hacía falta contraponer a las cuatro chicas con un hombre tan tonto?, ¿es que no eran capaces de destacar por sí mismas? Si nos ponemos quisquillosos, el papel de Rick Moranis ya mostraba esa faceta del hombre... ¡pero llevada con más gracia que aquí!). Por otro lado, el humor del que hace gala la película es de una puerilidad insultante, algo que servirá de reclamo al público más infantil, pero que decepcionará a los que aún guardan en su memoria el recuerdo del primer largometraje.

   Con todo, no quiero decir que la película sea un bodrio, pues tiene algunos aciertos, como la divertida aparición de cada uno de los miembros del reparto original, así como los inevitables guiños a la cinta que protagonizaron, y las interpretaciones de Kristen Wiig y Melissa McCarthy, que parecen estar disfrutando de todos los planos que comparten (dejemos de lado a las otras dos actrices, que sobreactúan hasta la extenuación); sin embargo, podría haber sido mucho más redonda si hubiese relegado el discurso panfletario y cansino (para hacerlo mejor, su responsable debería haber tomado nota de cómo lo hizo Abrams en El despertar de la Fuerza, por ejemplo, donde la joven Rey no necesita de ningún adlátere insulso para demostrar su valía), y hubiese buscado contentar al público nostálgico con un humor más parecido al que gozamos cuando vimos Los cazafantasmas por primera vez (otro ejemplo de buena manufactura en este melancólico sentido es la serie de televisión Stranger Things, que ha sabido captar a la perfección el ambiente fílmico de la época que muchos vivimos).

   Parafraseando, pues, el inicio de este escrito, no todos los remakes están llamados a ser una mera copia de la cinta original, ni todos tienen como único objetivo engrosar la billetera de los directivos de Hollywood, puesto que, si caen en buenas manos, son capaces de superar incluso a la película que les sirve de base. Sin embargo, otros tienen la mala suerte de servir como inocente instrumento de divulgación o de recaudación, aprovechando la moda imperante y, por ende, postergando una buena historia y perdiendo la oportunidad de revitalizar el clásico. Por desgracia, Cazafantasmas, sin ser mala del todo, ha caído en este segundo agujero. Una pena.







miércoles, 10 de agosto de 2016

Escuadrón suicida

   Una gran decepción. Ese es el resumen de mi crítica después de ver esta película: una gran decepción. Que me disculpen los fans de la DC por mi contundencia, pues, posiblemente, a ellos les haya gustado mucho, como puedo interpretar por sus palabras en los diferentes foros que voy visitando; pero juzgo que es un engaño, puesto que, al público en general, nos ha sido vendida de una manera que no se corresponde, en absoluto, con la realidad que presenta.

   Antes de comenzar mi análisis, vaya por delante que no soy imparcial, ya que escribo bajo el hartazgo de las películas de superhéroes al que estoy sometido. En efecto, después de haber visto todos los filmes que tienen a estos como protagonistas, mi saturación ha alcanzado cotas que yo mismo desconocía, pues los clichés se repiten en ellos con tan poca originalidad, que el espectador parece estar viendo siempre un único largometraje, aunque matizado por la indumentaria del héroe en cuestión y por un par de detalles que rodean su biografía (casi siempre, de tintes traumáticos). Reconozco, sin embargo, que hay un nutrido número de estas películas que me cautivaron cuando las vi, o bien porque aún no había irrumpido esta cansina moda en nuestras pantallas, o bien porque encerraban en sus fotogramas cierta maestría cinematográfica y narrativa de las que adolecían (y adolecen) sus contemporáneas y congéneres (stricto sensu). Así pues, y obviando los clásicos, como Superman (Richard Donner, 1978) y como Batman (Tim Burton, 1989), me gustaron los Spider-Man de Sam Raimi, la nueva saga del hombre murciélago, dirigida por Christopher Nolan, y el tándem de X-Men. Orígenes dedicado a Lobezno; pero también me gustaron las controvertidas Hulk (Ang Lee, 2003), Superman Returns. El regreso (Bryan Singer, 2006) y El hombre de acero (Zack Snyder, 2013).




   Sabiendo, pues, por un lado, que no aborrezco todos los productos del género, y que, por otro, el film que nos ocupa había sido precedido por una estupenda campaña de promoción, confié en que este entraría a formar parte del selecto y personal grupo mencionado arriba, que me reconcilia con esta tendencia que ya se prolonga demasiado. Pero, por desgracia, no solo no ha sido capaz de atravesar dicho umbral, sino que, para más inri, me ha insultado a la cara y se ha reído de mí, como si yo fuese un espectador bisoño o un niño con ínfulas de malote, de esos que piensan que, por haber visto esta película, están más curtidos por la vida que aquellos que no lo han hecho. Seamos serios: si yo veo un tráiler en el que aparecen una mujer demente vestida de payaso y un francotirador sin escrúpulos paseándose por una ciudad devastada, al ir a ver el largometraje, espero encontrarme, por lo menos, con una antítesis gamberra de lo que me han ofrecido sus predecesores (al estilo de Deadpool, para que nos entendamos); si, además, el avance es presentado con un recopilatorio musical de excepción (al estilo de Guardianes de la galaxia, para que nos volvamos a entender), el deseo de disfrutar de una cruda parodia de aquellos es mayor. Sin embargo, lo que el espectador contempla ante sus ojos cuando acude a ver Escuadrón suicida, es una sucesión irrisoria de los estereotipos mencionados, en la que, para mas escarnio, se cuida mucho que el vocabulario no sea excesivamente soez y en el que se vela porque la violencia esté suficientemente contenida, de manera que una cosa y otra no hagan saltar la espita de la ira paterna y esta impida que el público infantil llene las salas.

   Pero el enfado adquiere un nivel mayúsculo cuando, después de haber sobrevivido al plúmbeo e innecesario prólogo del film, en el que se describe (¡uno a uno!) a todos sus protagonistas, este cae de lleno en remedar (que no homenajear) una de las grandes obras del cine ochentero: 1997. Rescate en Nueva York (John Carpenter, 1981). En efecto, pese a las decenas de posibilidades que los perpetradores de esta infamia podían haber barajado, decidieron que los antihéroes del relato debían liberar, del marco de esa caótica urbe arriba mentada, a una importante personalidad del panorama político norteamericano; además, y para facilitar la participación de todos ellos, no encontraron mejor acicate que un arma similar a la que se inoculaba en el cuerpo de Serpiente, el rescatador de aquella. Tal vez, si la película hubiese mantenido el tono otorgado por Carpenter en la suya, la indignación no habría pasado de un simple disgusto, pero, como parece reírse de ella mediante su poco disimulada puerilidad, esta barbolla por cada uno de los poros del estafado espectador (¿a quién se le ocurre sustituir a las tribus urbanas de aquel film por los masillas de los Powers Rangers?).

   Según mi parecer, el film está pensado exclusivamente para el goce de los aficionados de la DC, que suelen perdonar casi todo, mientras la versión cinematográfica se asemeje, siquiera de modo casual, al original impreso, como se pudo comprobar en la farragosa Batman v Superman. El amanecer de la justicia (Zack Snyder, 2016). Pero es un engaño para el resto de espectadores, que se encuentran con una película que nada tiene que ver con su promoción, y que, además, reincide en la imagen de superhéroes que estamos viendo desde que se revitalizase este género. Así pues, como decía al principio de este escrito, una gran decepción.    





lunes, 8 de agosto de 2016

Mi amigo el gigante

   Después del largo período que me ha mantenido alejado de este blog, vuelvo a él mediante una nueva participación, en la que se nos analiza la película Mi amigo el gigante. Recordad que vosotros también podéis participar en este espacio si me enviáis vuestros artículos a través del enlace que aparece en el margen derecho de la pantalla.



   Sofía es una niña con problemas para dormir. Una noche, decide asomarse a la ventana de su habitación, sabiendo que está incumpliendo una norma del orfanato donde vive: no descorrer las cortinas por la noche, no abrir las ventanas y no salir al balcón. De pronto, ve cómo aparece frente a ella un inmenso gigante, que se la lleva consigo al país donde habita.

   Mi amigo el gigante es una parábola sobre dos niños distintos, el gigante y Sofía, niños que hacen lo que los demás no esperan, y que no hacen lo que los demás esperan; niños que creen estar solos, pero que, providencialmente, se encuentran, descubriéndose, así, el uno en el otro. En definitiva, es la historia de dos personas que no se sienten amadas, pero que, gracias a este encuentro, identifican y solucionan esta carencia.



   El gigante no es aceptado entre los suyos, porque, al salirse de lo establecido, al salirse de lo normal, es rechazado e insultado. Es un reflejo de lo que les ocurre a muchos niños que nacen distintos: estos no se sienten amados en sociedad y, a veces, ni en su propia familia, La familia del gigante, por ejemplo, no lo acepta, porque no come niños, porque es distinto; pero Sofía lo quiere tal y como es, y lo ama sin importarle que se salga de lo establecido.

   El niño distinto sabe cuándo es amado y cuándo es rechazado, sabe cuándo se cree en él y cuándo no. Sofía tenía fe en el gigante, sabía que lo podía conseguir, pero, como él solo no era capaz, ella lo ayudó y lo acompañó. Eso mismo debemos hacer con los niños distintos: acompañarlos en su vida. "Yo te acompañaré, para que puedas ser tú".

María Pérez Chaves