viernes, 30 de diciembre de 2016

La invasión de los ultracuerpos

   Cuando faltan pocas horas para que concluya 2016, es el momento de realizar un balance sobre lo que ha supuesto este año. En muchos blogs y en muchas páginas de temática cinematográfica, ya han elaborado sus listas acerca de las mejores películas que hemos podido ver en nuestro país; también han detallado cuáles han sido las que han decepcionado al público, las que han sorprendido a todos y las que más dinero han recaudado. En otros, por el contrario, se han aventurado a denominarlo como el "año que murió David Bowie" (recordemos que protagonizó títulos tan conocidos como Dentro del laberinto y La última tentación de Cristo) o, más recientemente, "el año que murió Carrie Fisher" o "el año que murió la princesa Leia". Yo no me atrevo a publicar mi propio índice, aunque sí me gustaría otorgarle un nombre: el año de los Ultracuerpos.




   Un ultracuerpo es una suerte de organismo extraterrestre que ha viajado por el espacio para hallar un planeta en el que poder asentarse. De entre todos los que ha visitado, el nuestro es el que le ofrece las condiciones idóneas para cumplir sus oscuros propósitos. Estos consisten en suplantar a los seres humanos con copias idénticas de ellos, de manera que no puedan diferenciarse unos de otros. Tal vez, la única distinción evidente sea su ataraxia, ya que un ultracuerpo es un ser sin sentimientos ni emociones. Esta característica le ayuda a construir una sociedad pacífica y ordenada, en la que no existe ningún tipo de conflicto, puesto que todos responden al adocenamiento de su propia especie. La particularidad más reconocible del ultracuerpo es su manera de propagarse: elabora el duplicado humano en el interior de una vaina vegetal, mientras la víctima duerme; al mismo tiempo, absorbe el cerebro de esta, para conservar sus recuerdos y asemejarse a ella; finalmente, cuando el proceso concluye, incinera el cuerpo de aquella y la reemplaza en su vida cotidiana. A partir de ese momento, su intención es que todos los que lo rodean duerman, para poder colocar junto a ellos una de las dichosas vainas y, así, convertirlos también en ultracuerpos.

   Los ultracuerpos que nos han invadido este año, empero, no son de origen extraterrestre, sino que son miembros de la especie humana. Sin embargo, han usado el mismo sistema de propagación que ellos, puesto que empezaron siendo unos pocos y ahora se cuentan por millares. También es complicado identificarlos, ya que son exactamente iguales que las personas que hemos conocido desde siempre. A diferencia de aquellos, no obstante, estos sí tienen emociones, pero el discurso de sus razonamientos los delata, pues todos tienen la misma opinión sobre los mismos asuntos. Su propósito, como el de los primeros ultracuerpos, es crear una nueva sociedad, en la que todos caminen por un sendero único, de manera que no exista ningún criterio discordante que altere su buen funcionamiento. De todas formas, si algo así ocurriere, tienen un medio infalible para corregirlo: el desprecio. Evidentemente, alguien que se sienta señalado por un dedo acusador, volverá de inmediato a engrosar la fila del sumiso rebaño, puesto que nadie desea el ostracismo. Los mecanismos usados hoy para llegar a esta situación no difieren mucho de los de aquellos, pues también aprovechan el aletargamiento inducido por los media para absorber el cerebro de sus víctimas.




   Es posible señalar tres materias que simplificarán la identificación de los invasores: la cultura, la religión y el género. En cuanto al primero, el ultracuerpo se declarará de acuerdo con la multiculturalidad; es decir, abogará en favor de la integración en nuestra sociedad de supuestas minorías raciales que sufren un desprecio. Para él, este sector suele ser representado, casi exclusivamente, por los que gusta denominar "musulmanes" o "árabes", como si todos los primeros fueran segundos, y viceversa. Por supuesto, aborrece la palabra "moro", ya que la considera ofensiva, pese a que, a lo largo de la historia (¡ya desde la época de los romanos!), ha sido el término usado para referirse a ellos, sin la menor connotación despectiva (evidentemente, nunca entenderá que aquellas dos palabras también pueden ser proferidas como insultos, si se usan con el timbre de voz adecuado). Además, si un musulmán trastorna su alto concepto de tolerancia, nunca se atreverá a delatarlo, puesto que puede caer en el ostracismo que arriba hemos mencionado (aquí). El insulto que lanzará si encuentra a alguien que sí lo haga será "racista", aunque también podrá recurrir a "facha". 

   Con respecto a la religión, íntimamente ligada a la cultura, el ultracuerpo se mostrará comprensivo con el islam. Para defender su actitud, argüirá excesos históricos que ha tenido el cristianismo con este, como la Reconquista y las cruzadas (más allá de estos dos, no encontrará otro atropello de esa índole); por supuesto, verá en ellos una deuda para con los fieles mahometanos, que han sido víctimas de la sangrienta cruz de Jesucristo. Por este motivo, adoptará una postura condescendiente hacia ellos, como si tuviera que pedir perdón una y otra vez por el supuesto daño que la Iglesia, España y la sociedad en general les han infligido. Se sentirá dichoso si erigen mezquitas, pero maldecirá si se construye un nuevo templo católico; verá como un refrendo de su propia tolerancia la celebración de la fiesta del cordero, pero pensará que la Semana Santa es ofensiva, y creerá que la colocación de un belén en un espacio público afrenta a los que no sean cristianos, mientras que no valorará la posible injuria que esto suponga a los que sí lo sean, que continúa siendo la mayoría de los españoles (aquí). Por supuesto, si uno camina fuera de este raíl, se enfrentará al destierro social y recibirá el apelativo de "intolerante" o de "facha".  

   Finalmente, el ultracuerpo podrá ser desvelado por su opinión acerca de la ideología de género. Es evidente que él negará su existencia, puesto que, estará tan embebido de ella, que será incapaz de reconocerla. Sin embargo, defenderá con tenacidad sus principios: hará ver que un hombre puede ser mujer si así se siente, y viceversa; además, estará de acuerdo con el adoctrinamiento de los niños en las escuelas (aquí) y con los múltiples derechos que merecen los homosexuales y los transexuales por el simple hecho de serlo (aquí). Por supuesto, una palabra disonante de este discurso, lo conducirá a calificar de "homófobo" o de "facha" a quien haya tenido la ocurrencia de pronunciarla.




   Por ahora, es fácil reconocer y engañar al ultracuerpo, puesto que uno puede disimular sus opiniones cuando se encuentra frente a él. Sin embargo, llegará el día en que resulte más complicado, puesto que creará agentes de la autoridad que defiendan su imperio de lo correcto (aquí y aquí). Por ello, es necesario que, mientras sea posible, los humanos formemos pequeños núcleos de resistencia, que impidan el aletargamiento de otros como nosotros y que despierten de su sueño a los que hayan caído en él. Estos focos deben centrarse en la familia, que es la sede de la libertad del individuo, pero debe extenderse también a los amigos más cercanos, para que no se dejen arrastrar por esta nueva sociedad.

   Sorprendentemente, a veces nos llegan mensajes desde las trincheras mediáticas, haciéndonos ver que no estamos solos en esta lucha (aquí y aquí). Esto nos debe animar a proseguir con ella, manteniéndonos fuertes contra la terrible dictadura que estamos padeciendo. Si al final lo conseguimos, 2016 no será conocido como el año de los Ultracuerpos, sino como el año de la Resistencia.




  

sábado, 24 de diciembre de 2016

Feliz Navidad

   Navidad es una época propicia, en lo cinematográfico, para ver de nuevo filmes que nos recuerden el sentimiento de bondad que debe primar en nuestras vidas. En este sentido, los que amamos el séptimo arte solemos recurrir a Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946), el clásico indiscutible de estas fiestas; o bien, si somos nostálgicos, podemos echar mano de Solo en casa (Chris Columbus, 1990) y Solo en casa 2. Perdido en Nueva York (ib., 1992), y de Los fantasmas atacan al jefe (Richard Donner, 1988), que eran los largometrajes que siempre emitía la televisión cuando éramos niños. Afortunadamente, el cinéfilo católico actual también puede recuperar Natividad (Catherine Hardwicke, 2006), que es una vuelta a la raíz de esta celebración tan entrañable. Pero, por el camino, olvidamos títulos que podrían formar parte de este canon, como Feliz Navidad (Christian Carion, 2005), que es la película que aquí proponemos hoy.




   En 1914, cuando no bien había estallado la Primera Guerra Mundial, un grupo de militares, de bandos enemigos, se reúne para celebrar la Nochebuena. La experiencia satisface tanto a todos, que no dudan en congregarse de nuevo al día siguiente para conmemorar la Navidad. De este modo, surge una amistad entre ellos que, más tarde, cuando se reanude la batalla, dificultará el tiroteo al que se ven obligados por su condición de combatientes. Por supuesto, esta actitud no será comprendida por los mandos de las respectivas facciones, que harán lo posible para detener esta súbita confraternización. 

   Lo primero que puede sorprender al espectador que se acerque a este film por primera vez es su asombroso argumento, puesto que le resultará increíble que unos enemigos frenen el combate para celebrar la Navidad. Lo segundo que lo pasmará cuando vea la película será el descubrir que esta se hace eco de una situación real. En efecto, el metraje de esta cinta es garantía de que, como tantas veces habremos dicho, la realidad supera la ficción, ya que, verdaderamente, en pleno fragor de la guerra, hubo un receso para festejar el nacimiento del Hijo de Dios en Belén.  




   Tal vez, la mentalidad de nuestro tiempo sea incapaz de comprender un milagro como este, puesto que hoy celebramos la Navidad como una fiesta más dentro de nuestro calendario. Sin duda, nuestros almanaques están salpicados por eventos que interrumpen la vida cotidiana, con el (buen) propósito de amenizar nuestra rutinaria existencia; pero estos pueden ser sustituidos por otros que sean mejores, o bien pueden ser soslayados cuando haya una razón laboral o personal que lo exija. La Nochebuena, empero, y el 25 de diciembre son irreemplazables: siempre habrá un villancico, una cena, un brindis o un recuerdo especial para los que ya no estén junto a nosotros. Y esto solo tiene un motivo: la venida de Jesucristo al mundo. 

   Efectivamente, cada año, celebramos que el Hijo de Dios se encarnó, para devolver a los hombres la paz que ellos mismos habían perdido como consecuencia de su pecado. Además, esta devolución inmerecida, puesto que fuimos nosotros quienes nos apartamos voluntariamente de nuestro Creador, trajo consigo otro beneficio: la filiación. Es decir, desde el momento en que Jesús tomó nuestra naturaleza humana para rescatarla, nos adoptó como hermanos y, por tanto, como hijos de su Padre. ¿Acaso existe, pues, mayor motivo que este para una celebración anual?, ¿acaso no es necesario rememorar esta gracia con la alegría propia de las fechas?, ¿o no es imprescindible hacerlo con la familia, que nos recuerda que ha sido bendecida mediante el nacimiento de Belén?




   La mentalidad de nuestro tiempo, pues, tendrá que doblegarse a esta verdad, que es la que subyace tras estas celebraciones. Desgraciadamente, y en su agonía, pretende imponer otras que la sustituyan; para ello, vacía la Navidad de su contenido original, de manera que no resulte ofensiva a quien no crea en ella. Pero, si esta fiesta no conmemorase el nacimiento del Hijo de Dios, ¿por qué tendría que ser alegre?, ¿por qué cada uno tendría que recordar a sus familiares difuntos o alejados?, ¿por qué tendríamos que empeñarnos en celebrarla con aquellos de estos últimos que aún viven?, ¿por qué deberíamos cultivar nuestros buenos sentimientos? Si el motivo fuera la llegada del invierno, ¿por qué esta estación nos tiene que conducir a un comportamiento mejor y más entrañable?

   Por esta razón, la persona que abomine del sentido religioso de la Navidad, que es, por otro lado, el único que tiene, nunca entenderá lo que esta película narra. Para ella, será una mera ficción o una exageración de un hecho puntual, pero no tendrá la relevancia que tiene para el cristiano, ni verá en ella el milagro de amor que aquella encierra. Por este motivo, se trata de un excelente largometraje para el canon que solemos recuperar estos días, puesto que incide en esa verdad que hoy el mundo olvida: Jesucristo, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén para devolverle al hombre la paz.



sábado, 17 de diciembre de 2016

Rogue One. Una historia de Star Wars

   Por fin llega a nuestros cines el primer (y esperadísimo) spin-off de La guerra de las galaxias. En efecto, cuando Disney adquirió los derechos de esta última, no solo se comprometió a rematarla con los tres episodios finales, sino que también aseguró que la completaría mediante pequeñas historias que habían sido sugeridas en la saga central. La película que hoy nos ocupa, por tanto, cumple dicha promesa, y lo hace de manera acertada, ya que presenta un relato correcto que agradará a los fans (aunque sin mucho entusiasmo) y que gustará a la nueva generación de aficionados galácticos.




   Como todo el mundo sabe, nos encontramos ante una película que se ubica después del episodio III e inmediatamente antes del IV. En este último, veíamos cómo el golpe final de la Alianza Rebelde al Imperio galáctico era impulsado por el robo que hacía la primera de los planos de la Estrella de la Muerte, el arma principal y más temible del segundo. El film, pues, detalla la gesta emprendida por el grupo de valientes que arriesgó su vida con el propósito de arrebatarle al enemigo los arcanos de la citada y letal arma. A diferencia de los otros largometrajes, este no está protagonizado por Jedi ni aprendices de la Fuerza, sino por el pueblo libre que se alzó contra la opresión impuesta por el malvado emperador Palpatine.

   Evidentemente, el largometraje nace con vocación de relato menor dentro de la odisea galáctica, puesto que su interés no se centra en el drama de los Skywalker, sino en una historia tangencial que tiene a estos como telón de fondo. Por dicho motivo, su director prescinde de la espectacularidad que caracteriza a aquella y de un reconocible elenco actoral que pudiera ensombrecerla. Ello no significa que el film renuncie a todo lo que siempre ha distinguido al universo Star Wars, pues, más bien al contrario, su distanciamiento propicia un metraje respetuoso con el original y, sobre todo, novedoso para los devotos seguidores.




   Precisamente, uno de los problemas de los que adolecía El despertar de la Fuerza (J.J. Abrams, 2015), película que impulsó esta nueva ola creativa dentro de la saga, era su absoluta dependencia de la trilogía original. En verdad, aunque todos disfrutásemos de ella como nunca lo hicimos con los episodios I, II y III, el film no dejaba de ser un refrito de todo lo que ya habíamos visto con anterioridad en La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), El Imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) y El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983); es decir, un ejercicio de impúdica nostalgia que no hacía avanzar como debiera el entramado narrativo (a pesar de los excesivos defectos de aquellas tres precuelas, es necesario reconocerles su acierto en esto último). Por suerte, y como hemos indicado, ese distanciamiento con el que es concebido Rogue One logra desuncir a esta del restrictivo yugo melancólico y le otorga una libertad que muchos añoramos en el episodio VII (por supuesto, existen varios guiños a lo largo del metraje, pero están mejor insertados que los que vimos en la película de Abrams).

   En cuanto a su vinculación con la cinta original, debemos indicar que bebe ampliamente de la frescura que presentó George Lucas en aquella, puesto que recupera toda el marco bélico en el que esta se desarrollaba (algo que también pudimos ver en la magistral serie de animación Star Wars Rebels, homenajeada aquí en alguna escena), la manera de presentar a los personajes (desenvolviéndolos paulatinamente) y su candoroso sentido del humor (no olvidemos que La guerra de las galaxias fue pensada para satisfacer a los niños). Por desgracia, en los personajes principales de este spin-off estriba su defecto más evidente, ya que carecen de la complejidad que ostentaban en las anteriores películas de la saga (recordemos que Han Solo pasaba de ser un contrabandista escéptico y egoísta a ser un pilar fundamental de la rebelión... ¡en una sola película!, y que Anakin pasa de ser el niño inocente de La amenaza fantasma al malvado Darth Vader de La venganza de los Sith). Además, no encontramos entre ellos ninguno tan carismático o entrañable como el citado Solo, o como Chewbacca o los legendarios R2D2 y C3PO. ¡Ni siquiera lo es la protagonista femenina, que no llega ni por asomo al grado de empatía mostrado por Daisy Ridley en El despertar de la Fuerza! Es posible, no obstante, que, como señalamos arriba, esto forme parte de una estrategia premeditada, puesto que este es un film menor, por lo que debe soslayar todo factor que eclipse a la saga central.     

   Así pues, si este es el propósito de la película, cumple su función: se trata de un film correcto y con pocas pretensiones; no es magistral ni del todo espectacular, pero está bien acabado y hace vibrar al espectador. Como indicamos al principio del texto, conseguirá agradar a los fans incondicionales de la saga y gustará a todos aquellos que ahora se estén adentrando en ella. Por otro lado, sirve de excelente aperitivo para el verdadero plato fuerte del menú Star Wars: el episodio VIII, que podremos ver el año que viene.



domingo, 11 de diciembre de 2016

Hasta el último hombre

   Hace unos meses, dedicamos un extenso artículo a Mel Gibson en este mismo blog (aquí). El motivo era el estreno de su última película como intérprete, Blood Father (Jean-François Richet, 2016). Como veíamos en dicha crónica, este largometraje fue acogido por el cineasta como una confesión de su propio pasado, puesto que, igual que él, el protagonista de la cinta luchaba por desprenderse de sus antiguos problemas con las drogas y el alcohol; asimismo, pretendía recuperar la vida familiar que estos habían arruinado. Al final del escrito, además, anunciábamos la inminente llegada de su siguiente film a nuestras pantallas, la presente Hasta el último hombre (ibíd., 2016), que intentaba ser su regreso definitivo al mundo del espectáculo. Pese a las excelentes críticas que está recabando, no se trata de su mejor obra (reconocimiento que tal vez merezca Braveheart), pero sí de un título muy personal que aquí procuraremos analizar.



   
   La película narra la hazaña emprendida por el soldado Desmond Doss en el asalto a la colina de Hacksaw, en Okinawa, durante la Segunda Guerra Mundial. En su firme propósito de no tocar un solo arma por motivos de conciencia, salvó la vida, sin embargo, a muchos de sus compañeros a lo largo del cruento combate. Esta heroicidad fue recompensada con la medalla de honor del Congreso, que es la máxima condecoración que puede otorgar el presidente de los Estados Unidos a un miembro de sus Fuerzas Armadas. De esta manera, Doss se convirtió en el primer objetor de su país en recibir tal galardón.

   Como hemos indicado, nos encontramos ante el regreso a la dirección del siempre controvertido Mel Gibson. Desde que estrenara su magistral Apocalytpo (ibíd., 2006), se había mantenido apartado de las cámaras con el fin de recuperarse de una biografía marcada por los excesos. Precisamente durante la presentación de este largometraje, fue arrestado por conducir ebrio y por encararse al agente de Policía que lo detuvo. Sin embargo, lejos de amilanarse o de truncar su vida por completo, asumió su equivocación y procuró resarcirla concurriendo a un programa de autoayuda para alcohólicos, decisión que lo auxilió a superar el grave trance por el que pasaba (tanto fue así, que los jueces del caso elogiaron públicamente su comportamiento y su buena disposición).    

   Durante ese período, Mel Gibson fue objeto de desprecio por parte de sus colegas cinematográficos, que lo abandonaron a su suerte cuando se destaparon sus comentarios acerca de los inmigrantes, de los judíos y de los homosexuales (aquí). De hecho, nadie que anteriormente se considerase su amigo quiso testificar a favor suyo cuando aquellas se filtraron (aquí). Pero este desamparo solo fue el colofón de una problemática que había nacido cuando estrenó La pasión de Cristo (ibíd., 2004). Efectivamente, este largometraje había sido denunciado por la comunidad israelí como antisemita (aquí), hecho que a la sazón volvió a la palestra y sirvió para ridiculizarlo a él y para ridiculizar la fe que profesaba.




   Por este motivo, la analogía que Gibson establece entre él mismo y Desmond Doss es evidente. Por un lado, tenemos al soldado estadounidense, que, por mantenerse fiel a su credo, recibe los ultrajes de sus compañeros; por el otro, a un cineasta que nunca ha abjurado de su fe, pese al desprecio al que es sometido por culpa de esta y a la orfandad a la que fue condenado durante la etapa citada en el párrafo anterior. Asimismo, es un hombre consciente de su notable talento y de los obstáculos que este encuentra debido a su condición religiosa (aquí), como el citado Desmond tropieza con los impedimentos de sus conmilitones cuando destaca sobre ellos gracias a sus aptitudes físicas (algo que aquellos no soportan, puesto que no entienden que alguien así se niegue a disparar un arma). Por último, y del mismo modo que el héroe norteamericano salvó la vida de aquellos que lo habían injuriado, él ha entonado su particular arrepentimiento y no ha demostrado ningún tipo de rencor a quienes lo abandonaron cuando más necesitaba de ellos (aquí).   

   Particularmente, opino que la infamia contra Mel Gibson es más grave cuando repaso los diferentes escándalos que han cometido sus colegas de Hollywood, a quienes parece que se les han perdonado sin reparo aun siendo muchos de ellos de mayor calado que los protagonizados por él (aquí y aquí). Por supuesto, no quisiera ensalzar como mártir moderno al cineasta, ni siquiera justificar sus pecados, aunque de ellos no nos libremos ninguno de nosotros; pero sí me gustaría limpiar su imagen, abusivamente dañada por unos medios tendenciosos, que han pretendido arrinconarlo en una esquina del actual cuadrilátero artístico. Por este motivo, retomando esa semejanza que él mismo establece con Desmond Doss, me gustaría que al final fuera reconocido de nuevo por su labor, y que aquellos que algún día lo vituperaron, aplaudan otra vez su regreso a la gran pantalla. 



domingo, 4 de diciembre de 2016

1898. Los últimos de Filipinas

   Ya sé que no es conveniente escribir cuando se está enfadado, sino que se debe aguardar un tiempo prudencial, con el fin de evitar alguna palabra que más tarde conduzca al arrepentimiento. Pero también sé que mi indignación es tan grande, que no desaparecerá aunque deje transcurrir ese período recomendado. El motivo de este disgusto es la película que hoy analizamos, el nuevo empeño del cine patrio en transmitir al espectador una historia desfigurada de nuestro suelo, de nuestros héroes y de la fe que forjaron a ambos.




   1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016) dramatiza los acontecimientos reales que tuvieron lugar en las islas del título poco antes de que estas dejasen de pertenecer a España. Allí, un grupo de valientes militares, atrincherados en una iglesia ruinosa, afrontaron el envite de los tagalos, que estaban dispuestos a expulsar de su territorio a quienes les habían otorgado una cultura. El duro asedio se prolongó durante varios meses, ya que, pese a que los Estados Unidos habían adquirido el archipiélago, aquellos lo desconocieron hasta que, finalmente, leyeron la noticia en un periódico español. Pero tanta había sido la bizarría demostrada durante el hostigamiento, que, al abandonar la citada iglesia, fueron custodiados por la guardia de honor de las tropas filipinas.   
    
   Como sabemos, esta hazaña ya fue narrada en 1945 por el director Antonio Román en la película Los últimos de Filipinas. Pero como este magnífico film pertenece hoy al mal llamado (no sin mala intención) "cine franquista", alguien tuvo la idea de reescribirlo, para ofrecerle al espectador lo que supuestamente aconteció de verdad aquel lejano año de 1898. Sin embargo, una cosa es revisar la historia y otra cosa es adulterarla, como ha hecho este largometraje. Aunque son muchas la pinceladas que dan fe de ello, tal vez las más notorias sean las figuras del teniente Martín Cerezo y la del padre Gómez-Carreño. Por desgracia, el primero es presentado como un oficial atormentado y oscuro, malévolo y belicoso, que es incapaz de transmitir valor a sus hombres y que, en consecuencia, está dispuesto a sacrificarlos si estos dudan de sus órdenes; el segundo, como un religioso abúlico y drogadicto, sin interés por el destino de sus repentinos feligreses.




   Esta desfigurada imagen del teniente responde a la equivocada concepción que de las Fuerzas Armadas actuales tienen muchos sectores en nuestro país, entre los que destaca la farándula española. Esta, avergonzada de la patria que le da de comer, y tan corta de miras que siempre identifica el Ejército con el fascismo (o con el franquismo, que para ella es lo mismo), ha visto en el héroe de Baler la excusa perfecta para demonizar a aquellas. Para ello, no solo le atribuye las perversidades citadas arriba, sino que lo presenta como un dictador (he aquí la concomitancia) o un tirano que desatiende las impetraciones de los suyos con el fin de satisfacer sus empresas egoístas. Menos mal que se ha sacado de la manga a un soldado que quiere ser pintor (ya sabemos que el arte y la cultura van de la mano) y que le recuerda de vez en cuando la humanidad que subyace tras su negra alma de obcecado militar.  

   En cuanto al pobre fraile, interpretado por Karra Elejalde, es una parodia de la fe que tanto aborrece la mentada farándula. En la película, lo vemos pululando de un lado para el otro, sin oficio ni beneficio, estorbando más que apoyando; aficionado al opio (en una burda metáfora del concepto que aquella tiene de la religión, basada en la tristemente célebre sentencia de Karl Marx) y torpe en los consejos que le solicitan los soldados (la infamia es mayor cuando responde con un encogimiento de hombros a la pregunta de uno de ellos sobre la preocupación de Dios por sus hijos en esos momentos de penuria). 



    
   La verdad es que el teniente Martín Cerezo, de incontestable controversia (aquí), insufló valor mediante su ejemplo a unos hombres que anhelaban retornar a su patria; supo ser para ellos un modelo de entrega, abnegación y sacrificio, pues se preocupaba más por el bienestar de sus soldados que por el propio, y, finalmente, demostró su entereza y su integridad (puestas en entredicho en este lamentable film) hasta el último día de asedio, encumbrando el nombre de España entre los filipinos y haciéndolo merecedor de la honra de estos. En cuanto a la realidad sobre el fraile, que aúna la figura de los tres que también sufrieron el acoso en la iglesia de Baler, es necesario decir que levantaron la moral de los atribulados militares constantemente y que los prepararon para la muerte cuando esta los rondaba (aquí).

   Pero el ejemplo de un militar abnegado o el de un fraile celoso no es comprendido por quienes nunca han estado involuntariamente lejos del hogar. Quien, por el contrario, ha combatido en países extranjeros, ha sufrido los aprietos de una guerra o ha navegado durante meses sin pisar tierra firme, comprende la necesidad que tiene de aquellos dos, que le ayudan, respectivamente, a cumplir bien su trabajo y a santificarse en él. La versión de 1945 fue realizada por hombres que acababan de concluir una contienda fratricida en España, por lo que conocían al dedillo el sufrimiento vivido en el combate, así como las pequeñas alegrías que les daban luz cuando más densa era la tiniebla (esas canciones de nuestra patria o la celebración de la Navidad, sustituida aquí por la del más laico año nuevo); es por eso que resulta fresca, creíble y dinámica, a diferencia de lo que nos quiere hacer tragar la edición de 2016. Por este motivo, yo le digo tururú a esta última, me sigo quedando con aquella, que refleja mejor los sentimientos que afloran en el combate, y me despido cantando como lo harían los verdaderos héroes de Baler.  



lunes, 28 de noviembre de 2016

Cinema Paradiso

   No sabría decir cuál es mi película favorita, pues este reconocimiento ha ido variando a medida que he cumplido años. De esta manera, comenzó siendo Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941), pues es el primer film que recuerdo haber visto en una pantalla de cine (aquí); posteriormente, cuando ya el séptimo arte se había convertido en mi pasión, fue desbancado por las (entonces) trilogías de Indiana Jones y La guerra de las galaxias, rebautizada hoy con el nombre de Star Wars (aquí); más adelante, en mi etapa contestataria, La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) y El club de la lucha (David Fincher, 1999), y actualmente son todos aquellos largometrajes que enlazan con el niño que fue creciendo con todos ellos. Entre todos los que son, descuella Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988).




   Como cualquier aficionado sabe, esta película narra la historia de Salvatore Di Vita (Jacques Perrin), un renombrado cineasta italiano que vuelve a su pueblo natal para asistir a las exequias de su amigo Alfredo (Philippe Noiret). A partir de ese momento, el metraje se convierte en una larga analepsis que nos muestra la infancia y la adolescencia del citado director. Gracias a ella, descubrimos la profunda amistad que lo unía a aquel, el primer amor que experimentó, y que lo marcó para siempre, y, sobre todo, su intenso romance con el celuloide.  

   Mi favoritismo por esta película nace como consecuencia de la identificación con el entrañable Salvatore, que es conocido durante su infancia por el seudónimo de Totó (Salvatore Cascio). En efecto, del mismo modo que él, siempre que recuerdo mi niñez, lo hago embebido en un film, frente a una pantalla de cine o ante un viejo televisor. En aquella época, no me importaba quién dirigía una película, quién la interpretaba o en qué año se había rodado, sino que mi preocupación se centraba en la historia que me contaba y el modo en que esta enriquecía mi fértil imaginación: un elefante que podía volar, un arqueólogo que vivía mil peripecias o una batalla espacial que acontecía en una galaxia muy lejana.




   Pero estas historias no solo consolidaron las aventuras con las que yo soñaba de niño, sino que también me ayudaron a forjar los sentimientos que la adolescencia me exigía, como al joven Totó del film (Marco Leonardi): mis nuevas aspiraciones, la relevancia de mis amistades, mis crecientes pasiones, mis constantes desilusiones, mis hondas cuitas y mis intensas alegrías. De esta manera, cuando el amor me asaltó por primera vez, fui incapaz de detallarlo sin referirme a alguna película que ya me lo hubiera mostrado con anterioridad; tampoco habría podido conquistarlo y mantenerlo sin las instrucciones que el celuloide me había dictado, y no pude llorarlo cuando se fue sin evocar alguna triste secuencia que me impulsara a sobrellevar la vida sin él.

   Por esta razón, si tuviera que elegir mis escenas favoritas de este largometraje, optaría por las dos que aún me conmueven cuando las veo. La primera es aquella que nos muestra el encuentro entre Totó y Elena (una guapísima Agnese Nano), a quien aquel graba a escondidas con su tomavistas, verdadero depositario de su amor más profundo; la segunda, relacionada con esta, aquella en la que el cineasta, ya adulto, observa esa misma grabación proyectada sobre la pared de su dormitorio. En este último caso, la amarga lágrima que deja caer mientras contempla dichas imágenes es el epítome de una vida que ha presenciado el desmoronamiento de las ilusiones construidas durante la adolescencia.
   



   Posiblemente por este luctuoso motivo, Giuseppe Tornatore, su director, quiso mostrar al público el montaje original de la cinta. En él, Totó buscaba a su amada Elena después de haberla visto otra vez en la mencionada proyección. Sin embargo, pese a las expectativas de aquel, esta se niega a reanudar la historia de amor que ambos comenzaron, puesto que la vida los ha conducido hacia destinos muy diferentes. Por tanto, a pesar de la esperanzadora premisa de esta edición, la película concluye de nuevo con la amargura propia de una ilusión perdida.

   Pero no debemos ver en ello una visión apesadumbrada de la realidad, sino precisamente una descripción muy fiel de ella, puesto que nuestra vida se construye a veces sobre las ruinas de un sueño muy querido. Así, es el primer amor el que articula y moldea los siguientes, de manera que estos no dejan de ser una búsqueda y una perfección de lo que se alcanzó con aquel; y son las primeras aspiraciones las que forjan las sucesivas, ya que, durante la infancia y la adolescencia, nos apasionamos más por ellas y, en consecuencia, aprendemos a dar la vida por un ideal o por una persona.

   Este es el motivo por el que Cinema Paradiso siempre se encuentra entre los diferentes listados de mis películas favoritas. No se trata de una simple historia acerca de un niño aficionado al cine, sino de una veraz biografía en la que entran en juego el amor, la amistad y la desilusión. Estos tres son los sentimientos que han marcado mi vida en algún momento de su desarrollo, y son los mismos, a la vez, que han sabido edificarla. Por tanto, pese al tiempo que transcurra, siempre me veré reflejado en Totó, que hizo del cine su primera pasión y aprendió con él a forjar todas las demás. 





domingo, 20 de noviembre de 2016

La llegada

   A lo largo de la historia del cine, la relación de los extraterrestres con los hombres ha evolucionado de manera notable. Desde que el celuloide los popularizara en los años cincuenta hasta el día de hoy, han pasado de ser nuestros enemigos a ser nuestros aliados. Aunque un proceso evolutivo no sea repentino, sino gradual, el que han sufrido los alienígenas tiene un claro punto de inflexión: Steven Spielberg. En efecto, gracias a sus obras cumbre, Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), el cineasta cambió nuestro concepto de dichos visitantes para siempre. Pero esta evolución ha continuado avanzando, y ahora los extraterrestres no son únicamente criaturas amigables dispuestas a establecer un contacto con los hombres, sino que también son seres de carácter divino que han aterrizado en nuestro mundo para cuidar de nosotros.




   Para ser justos, este novedoso concepto tuvo su primer atisbo durante la edad dorada de la ciencia-ficción, los citados años cincuenta. En aquel período, la magistral Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951) presentó a un alienígena humanoide que advertía a los hombres sobre los riesgos del armamento nuclear; asimismo, intentaba reunir a todos los gobernantes de nuestro planeta con el propósito de establecer la paz que estos no habían logrado. Tampoco podemos olvidar el antecedente literario creado por Arthur C. Clarke durante la misma época, El fin de la infancia (1953), en el que unos visitantes de las estrellas conducían a la humanidad hacia su perfección. Por último, recordemos la controvertida 2001. Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), en la que el famoso monolito, supuestamente colocado por los alienígenas en los momentos precisos de la historia del hombre, propiciaba la evolución de este.         

   Recientemente, y al margen de nostálgicos experimentos cinematográficos, como Independence Day. Contraataque (Roland Emmerich, 2016), hemos sido testigos de la sumisión del séptimo arte a esta moda. En efecto, en películas como La cuarta fase (Olatunde Osunsanmi, 2009), Misión a Marte (Brian De Palma, 2000), Prometheus (Ridley Scott, 2012) y Contact (Robert Zemeckis, 1997), los extraterrestres son presentados como tutores de una humanidad caída (en la segunda y en la tercera, además, se juega con la posibilidad de que ellos sean el origen de la vida en la Tierra). Hasta tal punto llega este convencimiento, que el film de Zemeckis relata el contacto entre los hombres y los aliens como si este consistiese en un ascenso espiritual de los primeros (para más detalle, lee la reseña aquí). Por tanto, el largometraje que hoy nos ocupa no hace más que sumarse a esta nueva ola que ve en los alienígenas a los salvadores de nuestro mundo.




   Porque, no seamos ingenuos: pese a su fantástico revestimiento, esta es la verdadera (y angustiosa) temática que encierra el film. Igual que en la citada película de Robert Wise, nos encontramos en esta con un mundo sometido al caos (atención a las imágenes de la convulsa Venezuela o a las tensas relaciones diplomáticas entre Estados Unidos, Rusia y China que se intuyen durante el metraje), es decir, con una sociedad fracasada; además, pese a los denodados empeños por arreglar la desastrosa situación, esta empeora a cada minuto que pasa. Por esta razón, los hombres necesitan de un agente externo que les advierta sobre su futuro y que, por consiguiente, los reconduzca (en este caso, no son unos alienígenas con forma humana, sino unos seres tentaculares que parecen inspirados en el Cthulhu de Lovecraft); para ello, los visitantes no los exhortan mediante un mensaje conmovedor, como el que pronunciaba el protagonista de aquella, sino a través del lenguaje mismo, que es mostrado como signo de unidad. 

   De este modo, los alienígenas son presentados como los nuevos redentores del hombre, como unos seres provenientes del cielo que tienen la misión de pacificar el mundo. Si lo miramos con atención, esta idea forma parte de la lógica de nuestro tiempo, que ha desterrado a Jesucristo como el auténtico Mesías, pero que continúa necesitando el auxilio de un salvador. Efectivamente, la humanidad de hoy sigue experimentando el fracaso día a día, puesto que no consigue alejar de sí las guerras, las discordias y el odio, a pesar de su evidente progreso; por ello, anhela el contacto con un ente superior que le ayude a corregir sus excesos y que le muestre la senda de la verdadera perfección. Por supuesto, los extraterrestres satisfacen plenamente este deseo, ya que son como una profecía tangible de lo que nosotros estamos llamados a ser.    

   Evidentemente, mientras que no reconozca al Hijo de Dios como su auténtico Salvador, el hombre siempre añorará su propia liberación. Como hemos visto, sin embargo, Jesucristo ha sido suplantado por los visitantes del espacio, a quienes se les ha otorgado características divinas; no obstante, es posible que el tiempo los sustituya por otro elemento (recordemos que los extraterrestres solo llevan sesenta años entre nosotros y que, en ese corto período, han pasado de ser nuestros enemigos a ser nuestros aliados). Sea como fuere, el cine recogerá de nuevo esas aspiraciones y las plasmará una vez más en la gran pantalla, proponiéndonos otras formas de cubrir la indigencia que experimentamos todos los días.   




sábado, 12 de noviembre de 2016

Están vivos

   La noticia más importante de esta semana ha sido la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas. A pesar de lo que auguraban todos los pronósticos, el candidato republicano se ha convertido en el nuevo mandatario de Estados Unidos. Muchos han querido ver en ello el cumplimiento de una de las profecías que pudimos ver en Los Simpson (aquí); otros, la que supuestamente vaticinó el film Idiocracia (Mike Judge, 2006) (aquí). Pero lo que a mí me ha llenado de auténtico estupor ha sido el desarrollo de la campaña, que me ha recordado a una película de mayor calidad que aquella: Están vivos (John Carpenter, 1988).




   En este clásico del cine fantástico, el actor Roddy Piper encontraba unas gafas de sol que le permitían descubrir una suerte de conspiración extraterrestre para domeñar nuestro planeta. Los autores de dicho complot habían conseguido inocular mensajes ocultos en la humanidad a través de los medios de comunicación, por lo que su objetivo ya había sido alcanzado. Afortunadamente, y gracias al providencial hallazgo, aquel localizaba la fuente de emisión de las citadas consignas y conseguía destruirla.

   Por supuesto, no estoy denunciando la intromisión alienígena en la campaña electoral, pero sí el uso indebido que se ha hecho de los medios durante el desarrollo de la misma, muy parecido al que veíamos en la película. En efecto, en estas últimas semanas, hemos sido testigos de cómo los mass media de todo el mundo, los españoles de manera especial, se han alineado a favor de un candidato y en contra del otro: abiertamente, han defendido la presidencia de Hillary Clinton en detrimento del postulado de Donald Trump. De hecho, para conducir a la primera hasta la Casa Blanca, no han dudado en rescatar palabras que el segundo pronunció hace más de diez años, con el evidente propósito de socavar su carrera (aquí); han aireado su polémica decisión de construir un muro entre las fronteras estadounidense y mexicana para frenar a los inmigrantes, y han vapuleado su defensa del derecho a la posesión de armas de fuego (aquí). Todo ello, salpicado de los atributos que hoy ha inventado nuestra sociedad para denigrar a una persona (especialmente si es varón): misógino, racista y homófobo.  




   Pero, a la vez que se delataba esta supuesta vis diabólica de Trump, vendida por los medios como una proeza de la investigación periodística, se ocultaba el verdadero rostro demoníaco de Clinton. Este último no es un adjetivo azaroso, puesto que la candidata demócrata estaba vinculada con las empresas abortistas más influyentes de Norteamérica (aquí) y con misteriosas sectas satánicas que pretendían llevarla al poder (aquí) (evidentemente, una persona no tiene por qué ser cristiana, pero debe reconocer que el mal subyace tras aquella otra que fomenta el asesinato de niños y que pacta con los adoradores del diablo). Por otro lado, se ha soslayado que las declaraciones de Trump quedaron en una simple fanfarronería, mientras que el marido de Clinton abusó realmente de mujeres que estaban bajo su cargo (aquí); que el malhadado muro fronterizo fue obra del citado esposo de Hillary (aquí), y que este último no hizo nada por vetar el derecho de posesión de armas de fuego (aquí). 

   No obstante el denodado empeño por parte de los medios para ensalzar a Hillary Clinton como la nueva presidenta de los Estados Unidos, estos han decidido libremente a favor del otro candidato. De alguna manera, ellos también han encontrado unas gafas mágicas que les han permitido detectar la manipulación mediática a la que estaban siendo sometidos. Con estas palabras, no pretendo apoyar a Trump, sino denunciar el oscuro interés que parece haber movido la campaña de desprestigio que ha estado detrás de él: a mi juicio, eso es un verdadero atentado contra la dignidad del hombre, contra su libre albedrío y, por ende, contra la democracia. Por esta razón, quisiera concluir el escrito con el título que lo encabeza, ya que se trata de un verdadero grito de rebeldía contra el sistema que se le ha procurado imponer al pueblo norteamericano, al que creían tan aletargado como el que protagonizaba aquel film: ¡están vivos!


  




domingo, 6 de noviembre de 2016

Tortugas ninja

   Indudablemente, los ochenta están de moda. Es normal que así sea, puesto que hoy somos mayores quienes vivimos nuestra juventud en aquella década tan recordada. Tampoco es cuestionable que el mundo del espectáculo ha sabido aprovechar esta súbita melancolía con el fin de arrastrarnos al cine o al televisor y conseguir, así, nuestro aplauso. En ocasiones, esta artimaña ha conjugado nostalgia y maestría a partes iguales, regalándonos un buen producto, como es el caso de Stranger Things (aquí); otras veces, empero, ha flirteado tanto con la primera, que nos hemos sentido estafados (es lo que ocurrió con El despertar de la Fuerza, cuya crítica, aunque benévola, puedes leer aquí). Entre estas últimas decepciones, se encuentran las tortugas ninja.




   Las tortugas ninja llegaron a nuestras vidas a través del cómic, pero fue la pequeña pantalla la que supo acercarlas a los niños del momento. En efecto, mientras que las historietas podían resultar algo violentas para ellos, la serie animada les otorgó el infantil sentido del humor que necesitaban para serles asequibles. No resulta extraño, pues, que aquellos se congregasen semanalmente delante del televisor con el propósito de disfrutar de sus múltiples aventuras. Tampoco es raro, por tanto, que enseguida apareciese una famosa línea de juguetes y, a continuación, un exitoso largometraje: Tortugas ninja (Steve Barron, 1990). 

   Evidentemente, el reconocimiento del film se debió a la popularidad que ostentaban nuestros héroes en aquellos momentos, pero no debemos relegar un factor que lo convirtió de inmediato en un clásico del cine ochentero. La película se estrenó en 1990, por lo que supuso el cierre cinematográfico de la década que añoramos; sin embargo, esta permanecía aún tan vigente, que su estilo empapó cada fotograma del largometraje. De este modo, nos encontramos con la historia de un adolescente, Rafael, que, pese a formar parte de una familia unida, se siente solo, por lo que busca con obstinación su lugar en el mundo; por otro lado, observamos la problemática de un joven que, padeciendo la misma inquietud que aquel, cae en las redes del clan del Pie, una organización sectaria que le proporciona el amor del que carece en su hogar. Uno y otro, al final, descubren que esa ubicación que anhelan se halla entre sus padres y sus hermanos, por lo que entienden que estos deben ser el pilar de su propia existencia.  




   Por desgracia, este mensaje de la película, que tanto promovió el cine juvenil de los ochenta, fue rápidamente sustituido en sus inmediatas secuelas por la comedia vacía, muy característica de la década siguiente. De esta manera, en Las tortugas ninja II. El secreto de los mocos verdes (Michael Pressman, 1991) y, sobre todo, en Las tortugas ninja III (Stuart Gillar, 1993), solo contemplamos una pueril parodia de lo que gozamos en su predecesora (ciertamente, muchos quisieron ver en ellas el retorno al espíritu infantil de la serie mencionada, pero esto no es más que la ingenua justificación de una verdadera tomadura de pelo). Y, aunque con el tiempo llegó una olvidada (y mejor) cuarta entrega, Tortugas ninja jóvenes mutantes (Kevin Munroe, 2007), esta ni siquiera le hizo sombra al estupendo film de 1990.   

   Hoy, el incombustible Michael Bay, autor de la saga Transformers y de la divertidísima Armageddon (1998), no obstante, muy en la línea de esa comedia hueca a la que aludíamos, ha pretendido beneficiarse también de nuestra melancolía por estos personajes; para ello, ha producido un par de esperpentos que se sitúan incluso por debajo de los tres filmes que siguieron al clásico ochentero (como ocurre con el cine actual, son historias pobres presentadas bajo el revestimiento de la espectacularidad). Por este motivo, se hallan entre las decepciones de nuestra nostalgia. Sin embargo, lejos de apenarnos por este traspiés, debemos volver la vista atrás y recuperar aquella película que tanto nos entusiasmó, pues, aunque los ochenta ya queden lejos, continúa siendo un buen ejemplo de la maravillosa década que en ella vivimos.  





lunes, 31 de octubre de 2016

Dr. Strange (Doctor Extraño)

   Hace tiempo, leí un curioso artículo acerca de la religión que profesaban los superhéroes de moda (aquí). Gracias a él, supe, por ejemplo, que Hulk es católico, que el Capitán América asiste a misa todos los domingos y que Lobezno ha declarado en más de una ocasión que es un devoto presbiteriano escocés; asimismo, corroboré la dimensión cristológica de Superman (aquí) y la metáfora vocacional de Spider-Man 2 (Spiderman 2) (aquí). Por entonces, aún no se había estrenado el film que nos ocupa, pues, si lo hubiese hecho, probablemente habría encabezado esta peculiar lista.




   El doctor Stephen Strange es un afamado cirujano que cree poseer todo en la vida, ya que es millonario y goza de un prestigio internacional en el ámbito de la Medicina. Sin embargo, cierto día sufre un accidente automovilístico que lo pone en peligro de muerte y que le obliga a replantearse su propia existencia; además, una vez recuperado, descubre que sus manos han quedado inutilizadas, por lo que ya no podrá continuar ejerciendo su labor curativa. Empeñado, no obstante, en recobrar su antigua rutina, viaja hasta el Nepal, donde descubrirá un universo sobrenatural que, hasta el momento, había pasado desapercibido para él.

   Como podemos comprobar, la sinopsis de la película apunta a la conversión de un personaje que, habiendo gozado de los placeres de este mundo, descubre la existencia de otro que le reporta mayor felicidad, y que, por ello, decide consagrase a su servicio. Pero la metáfora no descansa solo aquí, sino que, a lo largo del metraje, descubrimos constantes referencias a la ley natural, que no debe ser alterada por nadie; a la acción del diablo entre los hombres, que se someten a sus mentiras pensando que así encontrarán la dicha que anhelan, y, finalmente, a la redención de estos, es decir, a la muerte de uno para la liberación de todos.

   Posiblemente, algún lector piense que esta enjundia religiosa sea una forzada visión de la película; sin embargo, debemos recordar que el autor de la misma ya demostró su interés por esta temática en sus anteriores obras El exorcismo de Emily Rose (2005) y Líbranos del mal (2014). Pero, si aun así el citado lector cree que aquí vemos brujas donde solo venden escobas, es preciso que se acerque a este otro artículo, donde el cineasta revela abiertamente sus intenciones: Llega el Doctor Strange. Tiembla el materialismo, triunfa la visión misteriosa de la vida y la cruz. Sea como fuere, la concepción religiosa de los superhéroes de moda es un hecho; por ello, concluimos este texto con la reflexión final del escrito que ha dado pie a este post: "El mundo necesita héroes positivos, impávidos y justos, que, en la eterna lucha entre el bien y el mal, siempre saben de qué parte deben estar. Y, si detrás de ello hay motivaciones religiosas, mucho mejor".   



domingo, 23 de octubre de 2016

Westworld (Almas de metal)

   Hace unas semanas, la cadena HBO estrenaba Westworld (Almas de metal). La serie parte con un notable punto a su favor, pues está avalada por J.J. Abrams, cineasta que renovó el panorama televisivo actual mediante la recomendable Perdidos (Lost). Por este motivo, pretende convertirse en el éxito de esta temporada y recoger, así, el testigo legado por Juego de tronos, soap opera que ya está llegando a su fin. Aunque todavía es pronto para determinar si ha cumplido su objetivo, los primeros episodios han aunado los aplausos de la crítica y del público, por lo que aquel parece haber acertado de nuevo con este proyecto. Pero hoy no nos centraremos en la serie, sino que aprovecharemos su estreno para revisar los filmes en los que se basa: Almas de metal (Michael Crichton, 1973) y Mundo futuro (Richard T. Heffron, 1976). 




   El primero de ellos estaba dirigido por el malogrado novelista Michael Crichton, autor de libros tan conocidos como Esfera (1987) y Parque Jurásico (1990), pero también responsable de las cintas Coma y El primer gran asalto al tren (ambas, de 1978). En él, podíamos presenciar cómo un grupo de robots se sublevaba contra los visitantes de un parque temático, premisa en la que más tarde profundizaría mediante su relato protagonizado por los dinosaurios. Además, uno de esos androides se obsesionaba tanto con el protagonista del film, que lo perseguía a lo largo de todo el recinto con el propósito de asesinarlo.

   Es cierto que, como acontece con otras películas de ciencia-ficción contemporáneas a esta, el tiempo parece haber transcurrido notablemente sobre ella; sin duda, un espectador joven se reirá de los pobres efectos especiales que ostenta, o se sorprenderá ante determinadas escenas, que hoy provocan más hilaridad que reflexión (los levantamientos de los robots en el mundo medieval y en el Imperio romano parecen escenas respectivas de Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores y La vida de Brian). Pero continúa mostrando un interés inmarcesible, puesto que, en realidad, diserta sobre el temor del hombre a verse traicionado por el estado de bienestar que él mismo ha creado (además, siempre podemos recordar la cinta como la inmediata predecesora de la famosa Terminator, en la que un autómata también daba caza a un humano con el fin de matarlo).




   En el segundo film, veíamos que el parque volvía a abrir su puertas después de haber permanecido clausurado durante algunos años, como consecuencia del caos contemplado en el primero. Esta vez, a los conocidos mundos del Imperio romano, la Edad Media y el lejano Oeste, se le sumaba el mundo futuro del título; en él, los visitantes podían suponer que navegaban por las estrellas hacia la exploración y conquista de diversos planetas. Sin embargo, unos periodistas descubrían que todo ese mágico entramado no era más que una tapadera que escondía las oscuras intenciones de sus responsables: clonar a los gobernantes de las naciones para manejar estas a su antojo.

   Como vemos, en vez de repetir el aplaudido argumento de su antecesor, el filme se aventuró a relatar una historia distinta, decisión que hace de él un buen largometraje. No obstante, y como también le ocurre a la película de Crichton, esta segunda parte ha envejecido muy mal; concretamente, podemos comprobarlo en su diseño de producción, que se asemeja más a una parodia del futuro que a una recreación del mismo. Sin embargo, su planteamiento es hoy tan inquietante como entonces, puesto que valora la posibilidad de que nuestros gobernantes solo fueran peleles en manos de potentes multinacionales, las cuales los manejarían según sus propios intereses (quizás podamos encontrar aquí el precedente de otra película clásica del género fantástico: ¡Están vivos!).

   Por tanto, Westworld (Almas de metal) es la heredera de una aceptable e influyente saga de ciencia-ficción cinematográfica; en consecuencia, deberíamos prestarle nuestra atención, puesto que podría convertirse en el nuevo boom de esta temporada. Además, como señalábamos, cuenta con el mecenazgo de J.J. Abrams, quien ya ha demostrado su magistral capacidad para adaptar filmes clásicos a nuestro tiempo mediante sus dos entregas de Star Trek (2009 y 2013, respectivamente) y la última de Star Wars. Es posible que le resulte difícil desbancar de su puesto a Juego de tronos, ya que esta ha calado profundamente en la cultura popular, pero su incipiente éxito le augura una vida próspera en la pequeña pantalla.



    


domingo, 16 de octubre de 2016

Snowden

   Como la actualidad cinematográfica impera en este blog, es necesario que esta semana hablemos acerca del regreso a la gran pantalla de Oliver Stone. Propiamente, nunca se ha marchado de ella, pero tanto su incursión en el terreno documental (Comandante, Al sur de la frontera y Mi amigo Hugo, por ejemplo) como la irregular calidad de sus últimos filmes (Salvajes, Wall Street. El dinero nunca duerme o W.) nos hicieron pensar que así sería. Por suerte, parece que estos derroteros no han sido más que un simple paréntesis en su carrera fílmica, ya que con Snowden (ibíd., 2016) vuelve a demostrar su talento para el largometraje y su capacidad para la narrativa. Recuperando, pues, su conocido estilo conspiranoico, aborda aquí una historia sobre la invasión de la intimidad y, por ende, sobre la abolición de la libertad.




   Esta historia es tan reciente que nadie ha olvidado todavía el revuelo causado por las palabras del genio informático en el año 2013. Según su declaración, y como también pudimos ver en el documental Citizenfour (Laura Poitras, 2014), el Gobierno estadounidense había tejido una enmarañada red de espionaje alrededor del mundo, mediante la que registraba y almacenaba los datos que aportaban los usuarios a través de sus dispositivos electrónicos. Por supuesto, todo ello era gestionado bajo el amparo de la propia seguridad, por lo que esta capacidad comenzó a usarse con el fin de seguir a los posibles terroristas; sin embargo, y debido a su crecimiento, derivó en un control meticuloso de todos los ciudadanos norteamericanos. Aunque su denuncia no sorprendió a nadie, pues todos recelaban de dicha vigilancia, sirvió para confirmar una situación que ponía en entredicho la libertad del individuo.

   Como decíamos arriba, la película recupera el genio del mejor Stone, por lo que aúna su excelente capacidad narrativa con su acostumbrada pasión por la conspiranoia más creíble. Siguiendo, pues, el estilo marcado por él mismo en J.F.K. Caso abierto (ibíd., 1991), realiza una pormenorizada investigación de todo el entramado que rodea al protagonista, de manera que el espectador sea partícipe objetivo de la historia que tiene frente a sus ojos. Ello no significa, empero, que estemos ante un filme aséptico o aburrido, ya que, más bien al contrario, goza de una calidad artística impecable y de una narración vibrante.   




   Pero lo que realmente inquieta tras el visionado de la cinta es la trama que destapa. En efecto, después de ver esta película, el espectador más avispado es urgido a cuidar el rastro que deja en internet, puesto que se convierte en una información que alguien puede usar en su contra. Es obvio que la mayoría de nosotros no tiene secretos que amenacen la seguridad de nuestros conciudadanos, pero ¿creen lo mismo quienes gestionan tales datos? Por otro lado, ¿la pretendida consecución de la paz justifica totalmente el allanamiento de nuestra intimidad? Particularmente, considero que la intromisión en la vida privada conlleva un recorte en la propia libertad, ya que esta es menguada o dirigida en favor de un posible bien común (o de un interés desconocido).
  
   Evidentemente, esta es la tesis del film, que, no obstante su irrenunciable aspecto de biopic documental, toma partido por la privacidad de las personas. Pero, al mismo tiempo, logra que el espectador participe en el debate, de manera que pueda decidir si quiere que su vida sea controlada por agentes superiores a él, o, por el contrario, desea que esté libre de cualquier injerencia. Sea como fuere, la denuncia ha sido lanzada y la conspiración ha sido delatada, de forma que ya nadie puede argüir que su intimidad es completamente privada ni que su libertad es absoluta. Por este motivo, es una suerte que Edward Snowden desvelase la oscura trama de espionaje y que Oliver Stone haya regresado a la gran pantalla con tanta fuerza para relatárnosla.



domingo, 9 de octubre de 2016

El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares

   Como en otras ocasiones, hoy presentamos un artículo de Dª. María Pérez Chaves, maestra de audición y lenguaje, quien nos ofrece su opinión sobre el último film de Tim Burton: El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares.  


   La película que hoy nos ocupa parte de una premisa atractiva: unos niños distintos, con poderes sobrenaturales, son llamados y protegidos por Miss Peregrine, quien se hace cargo de ellos en su mansión con el fin de que no sean rechazados por la sociedad. Para ello, la institutriz idea un bucle, que hace vivir a los niños siempre el mismo día, aunque, en cada uno de ellos, tendrán que enfrentarse a diversos monstruos que quieren acabar con ellos. No obstante, detrás de este argumento tan sugerente, se esconde una enjundia errónea sobre la educación que deben recibir los niños distintos.




   Un niño distinto es aquel que se diferencia de los demás, porque hace lo que no se espera que haga, saltándose las normas que el rol social impone a las personas de su edad; es por ello que se ven necesitados de una educación especial. En el largometraje, estos niños distintos son representados por los niños peculiares a los que alude el título. Sin embargo, y a diferencia de lo que hemos expuesto, la educación que reciben en el film no es la adecuada, pues su maestra, Miss Peregrine, en realidad no quiere que crezcan, que sean personas ni que tengan vivencias y experiencias.

  En efecto, a través de las vivencias diarias, un niño empieza a construir su identidad y su pensamiento; sin embargo, los niños de la película, a instancias de Miss Peregrine, se han quedado anclados para siempre en el mismo día, en una jornada en la que siempre ocurre lo mismo. Por este motivo, no pueden avanzar en su desarrollo personal: si no hay identidad, no hay personalidad. La institutriz, pues, amarra a los niños en esa realidad; por ello, podemos preguntarnos: ¿eso es verdadero amor a los niños distintos, o, en este caso, peculiares? En realidad, eso no es amor. Amar al niño distinto es dejar que vivan su día a día, que se equivoquen, que se caigan y se levanten, que aprendan de sus errores, que se enamoren y que se desenamoren.




   Los niños peculiares de la película tienen miedo a salir de su mundo, a salir del mundo creado por Miss Peregrine: un mundo maravilloso que, sin embargo, no es la realidad; un mundo sin problemas ni preocupaciones que, en verdad, se trata de una ilusión. ¿Cómo van a crecer de manera armónica en un lugar que no los enfrenta a la autenticidad? Curiosamente, los enemigos del hogar son seres invisibles, pues, cuando no queremos que el pájaro abandone el nido, inventamos lo que sea para evitar que lo haga. No seamos egoístas con los niños ("mamá, ámame tanto que me ayudes a vivir sin ti").

   ¡Qué buena es Miss Peregrine, que protege a los niños de todo peligro! Sin embargo, eso no es cuidar, sino impedir. Tal es su obsesión por los niños, que lleva un reloj en el bolsillo para controlarlos: tienen que llegar a la hora que ella les diga y no pueden retrasarse ni adelantarse; cuando ella quiera, tienen que dejar lo que estén haciendo para acudir a la llamada de mamá. Insisto en que esto no es educar: hay que dejar que los niños vivan. Debemos acompañarlos en su camino, no hacerlo por ellos; preparar al niño para el camino, no el camino para el niño. Miss Peregrine no tiene fe en que sus niños puedan llegar a ser; es por ello que los esconde, para que nadie los vea.




   Si el pájaro de nuestro nido está herido, curémoslo, pero no nos lo quedemos; dejémosle volar, para que haga su nido y tenga sus propios pajaritos. Si no se logra que el pájaro abandone el nido, sus posibilidades de vivir disminuyen. Es lo que les ocurre a estos niños peculiares: no saben vivir fuera del bucle; son pobres pajaritos que, teniendo alas, no pueden volar. Según Miss Peregrine, fuera del nido no tendrían vida y, para desarrollarse, tienen que estar con ella. La maestra no les deja salir del bucle, porque pueden morir sin los cuidados de mamá.

   Por tanto, tener una personalidad requiere mucho sacrificio y requiere tener identidad. Toda la vida vamos añadiendo identidad. Si estos niños peculiares siempre viven el mismo día, no pueden avanzar, no pueden ir creándose su propia identidad, por lo que terminarían psicótico. Así pues, el Yo tiene que crecer y desarrollarse.

María Pérez Chaves
Maestra de audición y lenguaje y monitora del método CEMEDETE
@mpchvs