jueves, 26 de noviembre de 2015

Minority Report (la serie)

   Anoche tuve la oportunidad de ver el primer episodio de una interesantísima serie de televisión: Minority Report. Como todo el mundo sabe, este nuevo programa está basado en la película homónima de Steven Spielberg estrenada en el año 2002, con Tom Cruise como protagonista, y que, a su vez, el cineasta se inspiró en el relato de Philip K. Dick, El informe de la minoría, publicado en 1956, para llevarla a cabo. En cada una de las obras, el tema fundamental es el problema de la libertad, que está abordado en forma de historia policial y desarrollado en un ambiente futurista muy bien cuidado. Como no he vuelto a ver el film desde el día en que llegó a nuestras pantallas, voy a centrarme en la susodicha serie, que, como he indicado, comparte su temática.
 
 
 
 
   El argumento sitúa la acción en el año 2065, es decir, once después de lo visto en el largometraje de Spielberg. Durante un breve flashback, se nos detalla la biografía de los tres mutantes capaces de prever el futuro, y se nos recuerda la creación de la Unidad del Pre-Crimen y su malogrado destino; asimismo, en un conseguido intento por enlazar la trama con el film, se nos señala que el trío de hermanos citados fue desterrado a un lugar alejado de la sociedad, con el propósito de olvidar todo lo acontecido durante su servicio a la Policía de Washington D.C. No obstante, uno de ellos, Dash, decide continuar ayudando a esta última mediante su capacidad de precognición, por lo que contacta con una agente y le revela los datos de los futuros crímenes que acontecerán en la ciudad.
 
   Uno de los valores indiscutibles de la serie de televisión es el patrocinio de Spielberg, que, como sabemos, ya solo presta su sello cinematográfico de Amblin Entertainment a producciones que él asume como personales (la última vez que lo usó en el cine fue en la entretenidísima Jurassic World, de Colin Trevorrow; y en televisión, en la desafortunada La cúpula, basada en el relato literario de Stephen King); otro es su puesta en escena, que respeta cuidadosamente la mostrada por aquel en su obra, y otra es su argumento, que parece centrarse más en las investigaciones policíacas y en la relación entre la agente y el precog que en los sorprendentes efectos visuales. A mi juicio, sin embargo, plantea demasiado pronto los derroteros que, presumiblemente, van a tomar los siguientes episodios, pues (ojo, spoilers) se nos anuncia cierta confabulación entre dos de los hermanos mutantes y contra el díscolo tercero; además, este último y la agente protagonista se alían con excesiva rapidez, algo que impide un desenvolvimiento más profundo de la idiosincrasia de cada uno de ellos. Pero comprendo que, por rigores televisivos, esto debe ser así, ya que un espectáculo para este medio ha de recabar seguidores en un plazo muy breve de tiempo, y, por lo tanto, no puede disertar todo cuanto quisiera.
 
 
 
 
   Lo realmente interesante de la serie, empero, y como ya hemos señalado arriba, es su acercamiento al problema de la libertad, pues fantasea con la posibilidad de reconocer un hecho futuro, y, de este modo, frustrarlo (en este primer episodio, por ejemplo, el protagonista intenta impedir un asesinato y, posteriormente, un magnicidio). De esta manera, se nos lanza la pregunta de si es ético frenar una posible acción, o, por el contrario, permitirla; más aún, si es moral coartar la libertad del individuo o potenciarla (aunque, como he dicho, no recuerdo muy bien la película, sí conservo en la memoria el prólogo de esta, donde participamos del aborto de un crimen pasional por parte de los agentes policiales). Ciertamente, en la serie no hemos podido ver todavía esta problemática, ya que los criminales son arrestados en el momento de ejecutar su acción, mientras que en el film de Spielberg lo eran antes de acometerlas, algo que, con toda seguridad, será resuelto en futuros casos.
 
   Brevemente, podemos definir la libertad como la capacidad de elección que tiene el ser humano. Es decir, mientras que los animales están definidos para responder con un acto concreto a un estímulo determinado, el hombre encuentra en sí mismo la posibilidad de ofrecer multitud de respuestas a un único problema. Veamos, por ejemplo, el caso de un perro, que es la mascota predilecta de la mayor parte de miembros del género humano: su tendencia a la comida solo puede ser ahogada por su amoroso dueño, que comprueba cómo va engordando por culpa de su malacrianza; o su costumbre de revolcarse en hediondos desechos solamente puede verse corregida por ese mismo amo, que más tarde deberá bañarlo, con el fin de erradicar el incómodo olor. De este modo, pues, es evidente que el susodicho animal nunca podrá elegir alimentarse menos por mor de su preocupante volumen, o tener hábitos más higiénicos, para ahorrarle a su servicial dueño ulteriores esfuerzos; es decir, siempre actuará del mismo modo. No así el hombre.
 
 
 
 
   En su libro Ética para Amador, el filósofo Fernando Savater propone una cosa similar a la expuesta arriba; para ello, presenta el ejemplo de las termitas africanas, que salen a combatir contra las hormigas gigantes cuando estas, tras constatar el derrumbamiento de la fortaleza de aquellas, procuran apoderarse de ella. Según relata en su obra, las primeras defienden con tanto ardor su hogar, que no dudan en colgarse del cuello de las segundas, para frenar su marcha, a pesar de que estas últimas hagan uso de sus potentes mandíbulas, para devorar a aquellas. Afirma, además, que las otras termitas, destinadas a reparar el termitero caído, son tan diligentes que, no bien concluyen su empeño, dejan fuera a sus defensoras, de manera que queden al albur de los insectos enemigos. Para concluir, el autor se cuestiona si las valientes termitas merecerían un reconocimiento por su acción, ya que se han sacrificado por el bien común; sin embargo, y antes de aguardar a una posible contestación por parte del lector, él mismo se responde: "A diferencia de otros seres vivos, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y, como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles". 
 
   De este modo, nos encontramos que el hombre posee una capacidad superior a la de cualquier otro ser, pues no está predeterminado para una acción concreta, sino que puede responder a esta con su inventiva (continuando con el ejemplo propuesto por Savater, es por ello que una acto humano puede, y debe, ser recompensado, ya que es fruto de una deliberación y de un vencimiento sobre la opción contraria). Es posible que esto se deba, como afirmaba otro autor, Ortega y Gasset, a la ausencia de instintos en él, o, parafraseándolo con mayor autoridad, a los muñones de instintos que posee. Ciertamente, podemos hablar de algún instinto en la especie humana, como el de succión en los bebés o, tal vez, ese manido "instinto de supervivencia" (este último, cogido por los pelos), pero no es lícito aludir a una verdadera programación en cada uno de nosotros, pues cada individuo está capacitado para actuar conforme a su propia decisión.
 
 
 
 
   Ello nos lleva a retomar el asunto ofrecido por la serie (o por el largometraje). En este último, como decíamos, podíamos ver a un hombre que descubre a su esposa engañándolo con otra persona; airado por la situación, cogía un cuchillo de la cocina con el fin de clavárselo a ambos y, así, vengar su honor. No obstante, cuando se disponía a hacerlo, aparecían los policías de la Unidad del Pre-Crimen, y era arrestado... ¡por un delito que aún no había cometido! Según lo que hemos visto, esta forma de actuar es ilógica, ya que obvia la naturaleza libre del ser humano, que no tiene por qué responder del mismo modo a un estímulo concreto; es decir, puede asesinar a su adúltera compañera, pero también tascar el freno de la pasión criminal, aunque esta lo corroa (volviendo al caso de la serie, no estamos hablando de crímenes abortados en el momento mismo de la ejecución, sino de posibles delitos que ni siquiera han sido pergeñados). 
 
   Podemos afirmar, por último, que la sede de dicha libertad se encuentra en alma espiritual, dimensión exclusiva del ser humano, que, como ya hemos insinuado a lo largo de todo el texto, descubre en ella algo más que un mero principio de vida. Por este motivo, esa misma libertad anímica es capaz de llenar de virtud o de pervertir al hombre que la posee, pues la acción que él elija tendrá unas consecuencias negativas o positivas para su propia biografía (en este sentido, es recomendable acercarse al clásico El retrato de Dorian Gray, dirigido por Albert Lewin en 1945). Finalmente, si nos atenemos a los postulados de este último film, podemos entender que no solo la persona que realiza actos buenos o malos se ve influenciado por ellos, sino que también la mismísima sede de la libertad, que es el alma, se ve afectada, perfeccionándose con los primeros y envileciéndose con los segundos; de manera que podemos asegurar que, mientras tienda en mayor medida a las buenas acciones, mayor libertad alcanzará y mayor virtud obtendrá, padeciendo exactamente lo contrario, si elige las acciones opuestas .
 
   ¡Ojalá esta nueva serie profundice en estos asuntos de vital importancia para el hombre de hoy, que desconoce sus propias capacidades o que las supedita a un simple libertinaje, haciendo un uso incorrecto de ese don de la libertad!     
 
 
 

martes, 17 de noviembre de 2015

El cine no está muerto

   Que el futuro del cine está en internet es algo que nadie discute. Hoy traigo a colación un vídeo que lo demuestra. Mientras que los grandes estudios se pelean por ver quién apabulla más al espectador mediante sus grandilocuentes efectos, unos aficionados han elaborado este corto, que merece la pena revisar una y otra vez, pues apuesta por una historia sobrecogedora (más aún si uno ha crecido con los personajes creados por Akira Toriyama, que son los protagonistas de la misma). En efecto, no hay película sin un buen guion, y estas imágenes dan fe de ello, ya que, a pesar de los innegables recursos digitales, estos serían despreciables si no estuviesen sustentados por el aspecto literario, que está más olvidado que nunca en las producciones actuales.
 
   A mi juicio, vivimos en una época apasionante para el mundo del arte, pues tanto el cine como la literatura, por ejemplo, han dejado de ser alcobas cerradas donde solamente tienen cabida las familias que siempre las han copado; ahora, por el contrario, cualquiera puede donar su arte, para que todo el mundo lo disfrute, lo admire y aprenda, que es su fin (ahí tenemos Marte, basada en El marciano, de Andy Weir, que publicó primeramente el texto en su página web). Es posible, por tanto, que detrás de todo movimiento contrario a esta apertura del arte o a la divulgación gratuita del mismo, esté la maliciosa intención de volver a cerrar aquellas puertas, de manera que sea otra vez una habitación clausurada a la que solo tengan cabida los mismos de siempre.
 
   El cortometraje que tenemos entre manos es una prueba de cómo hay muchos artistas ahí fuera que pugnan por ser conocidos, y cómo la red les da la posibilidad de que así sea. Gracias a ello, podemos ver historias nuevas o leer cosas inauditas, sin tener que pasar por el aro comercial al que cada vez estamos más sometidos. Por esta razón, espero continuar disfrutando de obras como esta, que demuestran que aún hay esperanza en el cine, y que, mientras haya artistas de verdad, el arte nunca estará muerto.




jueves, 12 de noviembre de 2015

Kung-fu... ¿Panda?

   Reflexiones de un páter cinéfilo también está abierto a colaboraciones de sus lectores. Para participar en el blog, pónganse en contacto conmigo a través del formulario que aparece en el margen del mismo.
   A continuación, una de las citadas colaboraciones:


   No pocas veces, vemos ejemplos de películas hechas, al menos en apariencia, para niños, pero que, de fondo, contienen un mensaje que difícilmente un niño podría percibir. Un ejemplo reciente de esto es la magistral Del revés (Inside Out), de los estudios Pixar, película ya abordada en este mismo blog. Creo que Kung-Fu Panda también cumple esta característica de cine infantil con un fondo adulto.
 

   El film nos presenta la historia de un oso panda llamado Po. Este vive enamorado del kung-fu, y sueña con llegar a ser como sus héroes de la infancia, cinco grandes maestros de dicho arte marcial, algo que logra, por supuesto, tras una hilarante y particular odisea. Sin embargo, y aunque Po es de vital importancia en el desarrollo del metraje, este parece girar realmente alrededor de otro personaje, que es quien nos va a acompañar en lo que creo que se puede presentar como el fondo de la película, que es el nada sencillo tema de la formación y acompañamiento personal. Este personaje es Chi-Fu, el mapache. La película, pues, nos presenta dos formas negativas de vivir dicho acompañamiento, y dos formas positivas.
 



   En un primer punto, se puede ver la historia entre Chi-Fu y Tai-Lung, el leopardo. En las escenas que cuentan el pasado entre ambos, se puede extraer un gran peligro, que es el de la falta de objetividad: Chi-Fu se proyecta en su hijo-discípulo, es decir, trata a Tai-Lung desde sí mismo; de este modo, llevado por el orgullo y por el cariño que le tiene, cree que Tai-Lung debe ser el guerrero del dragón, y, como él mismo expresa en la película, no ve en qué se va convirtiendo verdaderamente su discípulo. Lo curioso es que Tai-Lung justifica sus actos culpando a su maestro, diciendo que fue él quien le metió en la cabeza que sería el elegido. La historia, pues, empieza con la inocencia de un Tai-Lung de niño que se convierte en la soberbia de un adulto que cree merecer lo que no le corresponde. Por tanto, cuando esto le es negado, reacciona como se ve en la película, es decir, rebelándose, y, como Chi-Fu es incapaz de detenerlo, es finalmente Hu-Wei, la tortuga, quien lo hace.
 

   En un segundo punto, se puede extraer el peligro diametralmente opuesto al anterior. Esto se ve claramente en la relación entre Chi-Fu y los Cinco Furiosos. La relación con Tai-Lung lo ha cambiado profundamente. Primero, vemos un Chi-Fu cariñoso, cálido y amable; después, lo vemos frío, implacable, incapaz de dar una mínima muestra de afecto (desde la primera escena, en la que salen juntos, se ve con claridad). En última instancia, la actitud de Chi-Fu es la misma, aunque lo manifieste de forma diferente: Chi-Fu vive desde sí mismo; su mala experiencia hace que tenga una actitud tan dura con los Cinco Furiosos y con Po. Cuando llega al Templo de Jade, Chi-Fu no soporta a Po, cree que es imposible que pueda ser el Guerrero del Dragón, y se niega a entrenarlo, intentando, por todos los medios, que se vaya.
 


 

   Esto cambia gracias a la otra actitud que, curiosamente, también muestra el propio Chi-Fu. Esta actitud es la de mirar al otro; es la relación con su maestro, Hu-Wei. En las distintas partes en la que se los ve juntos, se nota que, a pesar de no comprenderlo muchas veces, le hace caso, porque lo respeta, y, lo más importante, porque confía en él. Muy especialmente se ve esto en la escena en la que Hu-Wei muere. Cuando le pone el ejemplo del melocotón, intenta hacerle ver que tiene que aprender a mirar hacia fuera, dejar de pensar en lo que quiere. Finalmente, Chi-Fu, aunque se muestra a veces terco y soberbio (“puedo controlar la caída, dónde plantarlo…”), cede ante la respuesta de su maestro (“pero siempre te dará un melocotonero”). Al volver a plantearle el problema de que es imposible que Po se enfrente a Tai-Lung, ante la respuesta de su maestro (“a lo mejor sí que puede, si estás dispuesto a guiarlo y a educarlo”), Chi-Fu le promete que creerá en Po.
 

   Es muy bonito, y tal vez el punto más fuerte de la película, el cambio de mentalidad de Chi-Fu y su influencia en Po: el maestro experimenta, por un lado, la sensación de vértigo por no saber muy bien cómo actuar, ya que ha “perdido” a su maestro; se siente solo y se ha dado cuenta de que educar a alguien no es meterlo en un molde. Por otro, experimenta la gran emoción de lo que significa verdaderamente la educación, es decir, un crecer mutuo (una frase que vale su peso en oro es la de Chi-Fu a Po: “Tendrás que aprender a confiar en tu maestro de igual modo que yo aprendí confiar en el mío”): nadie nace sabiendo ser padre, o profesor, o sacerdote, o lo que sea; se aprende haciéndolo. No pocas veces resulta frustrante este proceso: cabe pensar en unos padres que ven cómo sus hijos no son como a ellos les habría gustado que fuesen, o en un sacerdote que ve cómo una de sus almas no avanza tanto como él quisiera. De fondo, no pocas veces es el reflejo de la actitud de ver en el otro una oportunidad de realizase a uno mismo, en vez de mirar al otro y tratar que dé lo mejor de sí mismo. Creo que es la idea más importante: sin ayuda, no se crece, y, de un modo u otro, todos estamos llamados a ser guía de otros (los padres, de sus hijos; los curas, de sus fieles, etc.), de igual modo que otros nos guiaron y nos siguen guiando.
 
 
Javier Orozco de Donesteve
 


viernes, 6 de noviembre de 2015

Los muertos están vivos


   Me resulta curioso ver cómo los muertos vivientes han resucitado de su letargo audiovisual, para volver a invadir nuestros monitores y pantallas de cine, y devorar, así, nuestros débiles cerebros, como es su repugnante aspiración. Ciertamente, y como veremos, nunca habían sido sepultados del todo, pero el éxito de la serie The Walking Dead ha sido capaz de barrer esa poca tierra que los cubría y ponerlos en pie de nuevo, de manera que puedan vagabundear otra vez por calles vacías mientras se van pudriendo irremediablemente y van aterrorizando a las indefensas personas que viven de verdad. Por supuesto, esta resurrección ha trascendido los inocuos salones de las casas y las inmunes salas de los cines, pues ya vemos convenciones de muertos, zombies parties a la española y hasta serios protocolos norteamericanos que detallan el modo de actuar en el supuesto de que aquellas dejen de ser inofensivas fiestas y se conviertan en crudas realidades; incluso yo he caído en la putrefacta red de estos nuevos muertos vueltos a la vida.
 
 

   Pero como todo el mundo sabe, la visión que hoy el mundo comparte acerca de los zombis no es la originaria; esta hunde su raíz en las leyendas del vudú caribeño, según el cual un hechicero es capaz de retornarle la vida a un difunto para hacerlo su esclavo, generalmente con fines homicidas. Este, por cierto, es el argumento de la primera película que aborda la temática que ahora nos ocupa, La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), cinta protagonizada por el mítico Bela Lugosi que no cosechó buenas críticas, pero que, como habitualmente ocurre, fue apoyada por el público, respaldo que la elevó con rapidez al cielo de las cult movies (en este sentido, también cabe destacar el clásico Yo anduve con un zombi, de Jacques Tourneur, película de 1943 que supera con creces a aquella).

   Para encontrar la génesis de los zombis actuales, debemos avanzar en el tiempo algo más de veinte años, concretamente, a 1968, fecha en que George A. Romero (no por casualidad, cineasta de ascendientes cubanos) estrenó La noche de los muertos vivientes. En esta cinta, como hemos dicho, los difuntos se levantaban de sus tumbas para alimentarse de los pobres humanos que se cruzasen en su camino; además, la única forma en la que estos últimos podían liberarse de aquellos consistía en atravesar sus cabezas con el fin de herirles el cerebro. Como era de esperar, la película se convirtió de inmediato en un rotundo éxito comercial, pues supo manejar con indiscutible maestría los clichés del género de terror, y añadir, asimismo, nuevas situaciones que hoy forman parte de la narración cinematográfica habitual (¿cuántas veces no habremos visto ya a un grupo de personas encerrado en una casa tapiando puertas y ventanas, para que los dichosos muertos revividos no entren en ella?).

   Pero el éxito del film no debe ser atribuido solamente a su innovador acercamiento al mundo de los muertos vivientes, que, como hemos visto, es la base del enfoque que hoy tenemos sobre ellos; en realidad, dicho atractivo es consecuencia de la historia que late de fondo: la insostenible e inaudita situación a la que se ven arrastrados los hombres, y el modo en que estos deben superarla. Por esta razón, su autor afirmaba que la idea del largometraje le vino a la mente cuando leyó la famosa frase del filósofo Hobbes “el hombre es un lobo para el hombre”. Sin lugar a dudas, esta sentencia recorre cada uno de los fotogramas de la inquietante película, ya que manifiesta que no existe mayor enemigo de la humanidad que la humanidad misma. Por otro lado, el film afrontaba asuntos escabrosos a la sazón, como el racismo y el machismo, que, integrados en un relato sobre la desestructuración de la sociedad imperante, se sumaban a ese terror por los nuevos tiempos que también parece estar en su discurso.
 
 

   Como era previsible, la cinta de Romero se vio seguida por varias secuelas y múltiples imitaciones. De las primeras, aparecidas una década después del original, podemos destacar su inmediata continuación, Zombi (George A. Romero, 1978), que, sin abandonar la citada aseveración filosófica, indaga en los peligros inherentes a la consumición sin control (nuevamente, un grupo de personas encerrado, pero ahora… ¡en un centro comercial!); en cuanto a las segundas, la desconocida y reivindicable No profanar el sueño de los muertos (Jorge Grau, 1974), que es, a mi juicio, equiparable artísticamente al film que le sirve de inspiración.

   Sin embargo, y a pesar del aplauso popular de esta moda, los espectadores parecieron aburrirse de ella a lo largo de los años ochenta, y aunque el mismísimo George A. Romero intentó recuperarla con su interesante El día de los muertos (1985), parecía que su destino era la tumba de la que había emergido. Pero, como hemos indicado arriba, y como si de una tétrica profecía se tratase, los zombis nunca perecieron del todo, pues lograron sobrevivir entre los bites de los videojuegos y las páginas de los libros, aguardando el momento oportuno para volver a invadir las solitarias calles de las ciudades. Este instante llegó en el año 2002, cuando el versátil Danny Boyle estrenó su particular visión sobre ellos, 28 días después. En ella, los muertos vivientes ya no son seres tristes y errantes que devoran pasivamente a quienes se acercan a ellos, sino espabilados y poderosos atletas que corren detrás de la persona a la que quieren asesinar.
 
 

   Esta nueva característica de los muertos vivientes fue tan célebre, que logró resucitar el sub-género, por lo que no se tardó en producir una secuela, 28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007), en recuperar clásicos de la literatura fantástica con Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007) y en hacer algún que otro remake, como Amanecer de los muertos (Zack Snyder, 2004) y La noche de los muertos vivientes 3D (Jeff Broadstreet, 2006). Hasta la industria española se vio afectada por esa nueva oleada de zombis persecutorios, pues vimos en nuestras pantallas la estupenda [REC] y sus deplorables secuelas (tan grande fue el éxito de esta última, que contó con una versión norteamericana: Quarantine).

   Dicha moda resucitada, lejos de volver al cementerio, parece más viva que nunca, pues, como anunciamos al principio, la televisión le ha encontrado un hueco mediante la citada serie The Walking Dead (y ahora, Fear. The Walking Dead), que narra las peripecias de un grupo de supervivientes que busca un lugar para refugiarse del apocalipsis zombi que está asolando nuestro planeta. Igual que ocurría en la cinta de Romero, lo verdaderamente interesante del show televisivo no son los muertos, sino los vivos que luchan contra ellos, pues vemos en cada episodio cómo responden a esta catástrofe y cómo deben lidiar para sobreponerse a ella. A mi juicio, no obstante, la serie ha perdido parte del ritmo y del interés del que había gozado en las dos primeras temporadas, cayendo en un argumento harto repetitivo, pero lo cierto es los zombis continúan sus andaduras por las calles de nuestras ciudades intentando alimentarse de los pobres peatones que se cruzan con ellos.