jueves, 29 de octubre de 2015

La noche de Halloween


   Como todo buen cinéfilo que se precie, hoy debo recomendar una película para ver esta noche. Aunque hay muchas, la que mejor se adecúa a las exigencias del momento es, precisamente, La noche de Halloween, film dirigido por John Carpenter en el año 1978. Por si alguno anda despistado, este largometraje narra las peripecias de una jovencísima Jamie Lee Curtis, que, en torno a la celebración de la susodicha fiesta, descubre que un imparable y sangriento psicópata está haciendo estragos entre sus casquivanas amigas, mientras que, a la vez, la asedia a ella para acabar también con su vida.

   La película merece ser revisada, porque, a pesar del tiempo transcurrido, continúa teniendo mucha vigencia, ya que sentó las bases de un tipo de cine para adolescentes, el del serial killer, que alcanzó su auge allá por la última década del siglo pasado (¿quién no recuerda las olvidables Sé lo que hicisteis el último verano o Scream. Vigila quién llama?): principalmente, jóvenes promiscuos que se sienten amenazados por alguien que, mediante el asesinato, pone en duda sus hábitos sexuales. Además, basándose a su vez en los rudimentos del lenguaje cinematográfico, propuso un carismático personaje de rostro impenetrable que ya forma parte de la mitología audiovisual de nuestros días: Michael Myers.
 
 

   Como era de esperar, este maligno homicida protagonizó múltiples secuelas, que, sin embargo, y como también cabía esperar, fueron disminuyendo de calidad a medida que iban viendo la luz. De todas ellas, solo cabe destacar su inmediata continuación, ¡Sanguinario!, que profundizaba en el pasado del demente enmascarado y que lo enlazaba a nivel familiar con la actriz principal del relato, la citada y chillona Jamie Lee Curtis. Por otros motivos que luego veremos, también puede resultar interesante la tercera entrega de la saga, El día de la bruja, que se aleja intencionadamente de la historia de sus predecesoras, para presentar un novedoso argumento acerca de la manipulación de los niños a través de la televisión.

   La sombra de este magistral relato de terror se extiende hasta nuestros días, pues una cinta de reciente estreno se deja cubrir por ella sin rubor alguno; me refiero a la recomendable It Follows (David Robert Mitchell, 2014), película que narra las misteriosas muertes de carácter sobrenatural que sufren varios jóvenes de conductas libidinosas. No quiero que parezca que hago hincapié en el asunto carnal por algún tipo de obsesión particular; lo hago movido por la clarividencia con que lo manifiesta Juan Andrés Pedrero Santos en su opúsculo John Carpenter, un clásico americano (T & B Editores, 2013). Según este autor, el afamado e incomprendido cineasta dirige una trama sobre el despertar sexual de los adolescentes, argumento que también flota en el aire de la película citada arriba; de alguna manera, esa apertura juvenil se ve truncada por la realidad del desengaño o de la condena social, representados por los respectivos asesinos, que son incapaces de atacar a quienes se abstienen de ella o la moderan.
 
 

   Pero lo que verdaderamente me interesa al sacar a colación el film de Carpenter es la celebración de la importada y adulterada (y adulteradora) fiesta de Halloween. Según sabemos, el origen de esta última se encuentra en el Samhain, festividad celta que conmemoraba el final del período de la luz y el comienzo del de las tinieblas (estaciones en las que se dividía el año); durante la misma, los espíritus de los difuntos entraban en contacto con los vivos a través de los sacerdotes paganos, druidas a la sazón. Como nada sabemos acerca de los ritos de esta ceremonia, cualquier hipótesis sensata es válida, incluso la que afirma que contemplaban sacrificios humanos y animales, muy comunes en la época (de hecho, esta es la teoría que postula la tercera entrega de la serie iniciada por Carpenter). 

   Sabiendo esto, y al margen de los supuestos holocaustos, no es posible hallar nada reprobable en este festejo, que, más bien al contrario, es indicio de la firme creencia del hombre en la vida de ultratumba. Por este motivo, y tal vez para darle un sentido correcto a la celebración pagana, la Iglesia instituyó para este día la solemnidad de Todos los Santos, en la que los católicos recordamos a todas aquellas personas que nos han precedido en el camino de la fe y que ya aguardan en el cielo la resurrección final (por supuesto, unida a ella está la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, propia del día 2 de noviembre, que nos anima a rezar por todos los que, habiendo abandonado ya esta vida, aún deben purgar sus pecados antes de ingresar en el Paraíso).
 
 

   Por desgracia, una y otra fiesta parece que se han desvirtuado y confundido tanto como, presumiblemente, lo han hecho sus nombres (según algunas teorías lingüísticas, el término “Halloween” proviene de la contracción inglesa “All Hallows´ Eve”, es decir, “víspera de Todos los Santos”); de este modo, lo que era, por un lado, una demostración del carácter espiritual del ser humano, se ha convertido hoy en un mero carnaval para niños, y lo que era, por el otro, un acicate para la santidad y la oración, en una “superada” tradición de una avejentada e inamovible Iglesia. Asimismo, los derroteros que ha ido tomando el carnavalesco espectáculo son del todo preocupantes, pues, tal vez de manera inocente por la inmensa mayoría de sus cómplices, en la actualidad se presenta como una manera de ensalzar la visión pagana del mundo, en detrimento de la cristiana (amén de la tendencia satánica que parece subyacer tras él).

   Hoy en día, la misma Iglesia, como ya he señalado, parece haberse sumado al carro de la banalidad, pues, con el fin de contrarrestar esa absurda fiesta de disfraces, ha inventado otra, en la que los niños adoptan ropajes y poses de santos, en vez de ataviarse como esqueletos, vampiros y muertos vivientes. Aunque no quisiera yo entrar en liza con aquellos que aplauden esta iniciativa, creo que la solución pasa por educar a los infantes en el verdadero sentido de la celebración, es decir, la honra a los santos y la plegaria por los difuntos; porque, de todos esos críos que se disfrazan de san José o de santa Rufina, ¿cuántos van al cementerio a rezar por sus abuelitos? A mi juicio, la Iglesia universal y la España católica albergan innumerables y ricas tradiciones propias de estos días, costumbres que no necesitan del apoyo de innovadores hábitos que, con el tiempo, lograrán que estas se pierdan.      

   Por esta razón, animo a todos aquellos que, impulsados por la infiltración cultural norteamericana, salgan estos días a espetarles a los (cada vez menos) desconcertados vecinos que si quieren un truco o un trato, se dediquen a disfrazarse menos y a rezar más, porque los muertos no son temibles, sino objetos de nuestra oración, y los santos son modelos para nuestra devoción.
 
 

 

viernes, 23 de octubre de 2015

Una nueva esperanza


   Sin lugar a dudas, El despertar de la Fuerza se ha convertido en la película más esperada de todos los tiempos; solo hay que comprobar los diferentes vídeos que circulan por la red mostrando la reacción de algunos fans ante el visionado de su tráiler definitivo o las millones de visitas que este último ha recabado en pocos minutos (y continúa haciéndolo…). Y es que estas aventuras galácticas, lejos de pasar de moda, van incrementando su interés a medida que transcurren los años.

   La pregunta es evidente: ¿por qué? Hay películas que hacen historia, que recaudan escandalosas sumas de dinero y que consiguen entrar en la selecta categoría del “cine de culto”, pero que no logran equiparar su éxito al que siempre alcanza cualquier cinta de esta saga. ¿Será su temática?, ¿serán sus efectos especiales?, ¿serán sus personajes?, ¿será el merchandising que siempre la acompaña? Probablemente, todo consista una mezcla bien agitada de todo ello.
 
 

   A mi juicio, lo más importante se centra en aquello que nos cuenta. Si lo pensamos bien, La guerra de las galaxias (sí, yo soy de la época en que llamábamos así a lo que hoy se conoce como Star Wars) nos detalla una epopeya heroica trasladada a las llanuras espaciales: como en los relatos medievales, nos encontramos un aprendiz (Luke Skywalker), un maestro (Obi-Wan Kenobi), una princesa encerrada en un castillo (Leia Organa en la Estrella de la Muerte), un rey malvado (Darth Vader), un mago que vive en el bosque (Yoda), un caballero, un escudero y la montura de ambos (Han Solo, Chewbacca y el "Halcón Milenario", respectivamente); duelos a espada (¿de verdad tengo que especificar a qué me refiero?), sabias enseñanzas vitales (todas aquellas que Obi-Wan transmite a su joven novicio) y un trasfondo de magia y hechizos (todo lo relativo a la Fuerza).

   Por tanto, así como los relatos del medievo fueron escritos para instruir a sus oyentes en los valores que debían regir la vida del individuo, este nuevo mito, adaptándose al lenguaje actual, los transmite de nuevo al hombre de hoy. De esta manera, el espectador (antes, el lector o el oyente) se encuentra con una fábula que le recuerda el sentido épico de su propia existencia, aletargado por la molicie de una sociedad volcada en el bienestar; que lo exhorta a la lucha contra el mal y a la defensa de lo bueno, y que le propone los cánones eternos que deben conformar a la persona virtuosa: prudencia, justicia, fortaleza y templanza (por supuesto, con sus derivados particulares: fidelidad, integridad, honor, respeto, valentía, compañerismo, familia y etcétera). Esto lo encontramos también en dos trilogías cinematográficas recientes, El hobbit y El señor de los anillos, que basan su popularidad precisamente en los mismos fundamentos.
 
 

   Enmarcando todo ello, podemos contemplar el desarrollo de una historia que es común a toda la humanidad: el sempiterno combate entre el bien y el mal, facciones representadas, respectivamente, por la Orden Jedi y los malignos Sith (también soy de la época en que pronunciábamos “yedi” y no “yedái”, amparados, todo hay que decirlo, por un fantástico doblaje español: ¿quién no recuerda la advertencia contra “el reverso tenebroso de la Fuerza”?). De este modo, y como cualquier persona recta que se precie, vemos a un Luke que, a pesar de su denodada pugna contra el mal, se siente atraído por este (en este sentido, la negra vestidura que porta en El retorno del Jedi, alejada de su característico blanco propio de las otras dos entregas, es reveladora); que, a pesar de comprender el error y la infelicidad al que aquel lo conduce, experimenta la necesidad de saborearlo (no hay nada más que ver el siempre sobrecogedor diálogo que mantiene con Darth Vader en El Imperio contraataca).

   Aunque la nueva trilogía carece en parte de todos estos factores (aún no me he recuperado de la decepción que sentí al ver por primera vez La amenaza fantasma…), debemos agradecerle a George Lucas, sin embargo, que rescatara ese combate interior tan humano entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, algo que aparece perfectamente descrito en esa paulatina degradación que sufre Anakin Skywalker a lo largo de las tres películas; como si de una llamada de atención a todo espectador se tratase, el sabio Yoda advierte en aquella que el miedo lleva a la ira, que esta conduce al odio y que este es la puerta abierta al sufrimiento, ignominioso descenso que culmina en el imborrable grito de aversión lanzado por aquel contra su maestro Obi-Wan en La venganza de los Sith.
 
 

   Según los últimos rumores, en este séptimo episodio de la saga veremos nuevamente esa lucha que todo hombre mantiene en su interior, con una posible caída de Luke en el lado oscuro de la Fuerza, derrota que, lejos de apabullar al ser humano, debe acicatearlo más aún al combate contra la tentación, el pecado y, en definitiva, contra el mal y el Maligno. Es evidente que toda persona está llamada a unirse a ese poder misterioso que lo une todo y que todo armoniza (¿no está clara la imagen de Dios?), y que, para ello, debe recorrer la senda del conocimiento, de la virtud, de la oración, de la moderación y de la santidad (del Jedi), que es el peldaño imprescindible para vivir eternamente unido a ella. Por supuesto, el hombre que inicie esta andadura debe someterse a un duro entrenamiento, como al que Luke es sometido por Yoda en Dagobah, pues es un camino repleto de espinos y dificultades; no obstante, su meta merece cualquier pena, ya que supone estar para siempre y felizmente con aquellos que aquí conocimos y nos adelantaron en nuestra marcha.    

   Yo creo que el éxito de este tráiler y el presumible que obtendrá la película es una nueva esperanza en una humanidad que, a pesar de verse subyugada por el materialismo, el desánimo, el ateísmo, la desilusión, la ruindad y la tristeza, sabe que está llamada a una vida más plena, y que esa vida se consigue al abrazar la santidad y al fijar la mirada en el Paraíso.
 
 

miércoles, 21 de octubre de 2015

21 de octubre de 2015


   Para todo freak, el 21 de octubre de 2015 es un día grande, pues se conmemora la fecha en que Marty McFly viajó a nuestro tiempo desde el pasado en Regreso al futuro II. Por esta razón, es probable que hoy muchos caminen por la calle oteando el cielo en busca del Delorean o acudan al multicines más cercano para asistir al estreno de la improbable Tiburón 19 (a pesar de que la Universal nos haya deleitado con su falso tráiler). Desgraciadamente, el porvenir que vio el alter ego de Michael J. Fox en la citada película nunca llegó a realizarse, y todos aquellos adelantos que esta última nos presentó han quedado en una simple parodia de lo que podría haber sido (¿hay algún lector que no haya imaginado poder volar en su coche o usar uno de esos fabulosos aeropatines?).
 
 

   Debo reconocer que esta entrega es la que menos me gusta de la trilogía creada por Robert Zemeckis y Steven Spielberg, a pesar de que, probablemente, sea la más famosa de todas, pues repite demasiado los chistes de su antecesora y se basa en un argumento poco imaginativo, no obstante su diseño de producción. Por el contrario, me encantan la originalidad de la primera y el entrañable homenaje de la tercera al género cinematográfico por antonomasia: el western. En recientes declaraciones de ambos cineastas, se reveló que no existía la intención de dirigir tres filmes, por lo que, cuando se dio luz verde al proyecto de continuar la saga con Regreso al futuro II y Regreso al futuro III, esta última concentró la mayor parte del interés de todo el equipo, en detrimento de aquella. Y eso es algo que se percibe a lo largo de todo el metraje.  

   Sin embargo, al margen de consideraciones técnicas, lo que realmente siempre me ha llamado la atención en las cintas de este sub-género de viajes temporales ha sido el empeño del hombre por volver al pasado. Es cierto que la película que hoy conmemoramos versa sobre un traslado al futuro, pero la humanidad, de manera habitual, ha mirado hacia este con curiosidad científica o morbosa, no con el interés con que parece observar lo pretérito. Y yo me pregunto cuál es el motivo. 
 
 
 
   A mi juicio, la libertad innata del hombre conlleva un riesgo al que cada persona, en algún momento de su existencia, se enfrenta: el arrepentimiento. Por desgracia (o por suerte, pues no estamos condicionados por ningún instinto natural o hado mitológico que guíe nuestros pasos en la tierra), el ser humano está condenado a tropezar una y otra vez en el camino de su vida, a equivocarse, a contradecirse, a omitir lo que es necesario y a un largo etcétera de errores que hacen que se pregunte el modo de solucionarlos. En la reivindicable Frequency, por ejemplo, se nos hace partícipes de la historia de un hombre al que le gustaría haber pasado más tiempo con su padre; en la rescatable Los fantasmas atacan al jefe, de la biografía de un millonario que ha despreciado a su familia y que encuentra la oportunidad de redimirse, y en la interesante Looper, de la vida de un agente de policía que busca recuperar a su esposa.

   Es decir, el viaje al pasado es visto por la humanidad de hoy como una manera de liberarse del error que la persigue y, por consiguiente, de reordenar una vida que no le gusta (¿cuántas veces hemos dicho o pensado las cosas que cambiaríamos si pudiésemos retroceder en el tiempo?). Pero esto no es posible (y difícilmente llegará a serlo algún día), por lo que los hombres solo podemos fantasear con lo que podríamos haber hecho y nunca llegamos a hacer o redundar en nuestro dolor causado por algún error cometido. Sin embargo, aunque lo primero no tenga solución inmediata, lo segundo sí, pues el arrepentimiento de una acción pasada puede conducir al sujeto a una verdadera conversión de vida que lo conduzca al reordenamiento que tanto anhela.
 
 

   Supongamos que una persona asiste al funeral de su madre y que, durante el sepelio, experimenta el pesar de no haber disfrutado de su presencia tanto cuanto debería haberlo hecho. Por un lado, puede redundar en su dolor y ahogarse en su tristeza, pues, efectivamente, nunca volverá a vivir con ella tales momentos; mas, por otro lado, puede canalizar ese amor hacia las parientes que aún viven, como su padre, su esposa o sus hijos, de manera que no se tope nuevamente con la estremecimiento de no haber demostrado todo lo que siente por ellos.

   Pero existe un arrepentimiento de orden superior, que es aquel que nace de una ofensa o de una vida desastrosa; ante él, el hombre siente una profunda tristeza, que incluso puede llevarlo a la desesperación, pues, por ejemplo, la ofensa ha sido tan grave que ha desestabilizado su propia existencia de manera irremediable. En casos así, hay veces en que el perdón humano no está presente, por lo que la vida del afectado se desenvuelve en un fino precipicio que cae hacia el abismo. Frente a esto, la única solución es la misericordia de Dios, que es capaz de condonar cualquier pecado que sea reconocido de corazón, y devolverle al hombre la dignidad o la ilusión que haya podido perder. Él, ciertamente, no nos trasladará a un tiempo pasado, para que podamos corregir las cosas malas, pero sí nos dará una capacidad de perdón y comprensión que nos liberará del yugo que nunca supimos desuncir. De este modo, seremos capaces de amar como antes no supimos o de entregarnos a otra persona como antes no logramos hacerlo.

   Por desgracia, como el creyente escasea cada vez más, el hombre de hoy seguirá soñando con la posibilidad de viajar en el tiempo para reordenar su vida, en vez de arrodillarse delante de un sacerdote y pedir el perdón que Dios está deseando otorgarle. El cristiano, sin embargo, podrá imaginar también que va de un lado a otro entre el presente, el pasado y el futuro, pero sabrá que los problemas que haya tenido en lo pretérito o los errores que haya podido cometer, encuentran su solución en el Padre del cielo, que es el único capaz de devolverle sentido a una vida echada a perder o perdonar los pecados que vamos almacenando y que nos impiden mirar con confianza al futuro que se nos abre por delante.
 
 
 

martes, 20 de octubre de 2015

¡Por fin!

   No lo voy a negar: tengo muchísimas ganas de ver El despertar de la Fuerza.
   Aquellos que recelen de la elección de Abrams como director o de la gestión de Disney como productora, vean este tráiler para evaporar sus sospechas.
 
 
  
  

Marte (The Martian)


   Unos posts más abajo, reflexionaba brevemente sobre la visión cristiana de la vida y el sufrimiento; en las líneas que dediqué a La niebla, decía que el creyente afronta ambos factores con alegría, pues su fe en Dios le produce una confianza especial que le lleva a creer con firmeza que nunca se verá abandonado. Por azares fílmicos, resulta que esta semana tenemos en nuestros cines Marte (The Martian), una obra del irregular Ridley Scott (¿de verdad que aún no ha pedido perdón por su horrible Exodus: dioses y reyes?) que aborda con maestría este asunto, y que, por consiguiente, nos ofrece una acertadísima y positiva visión sobre la vida y la fe que no nos puede dejar impasibles.
 
 

   A continuación, spoilers.

   El film nos describe el modo en que procura sobrevivir un astronauta perdido en el Planeta Rojo, mientras que sus superiores bregan en la Tierra intentando dilucidar qué hacer con él. Posiblemente, otro en su lugar habría dado todo por perdido y se habría dejado morir, pero el aventurero en cuestión determina que las áridas planicies marcianas no serán su tumba, por lo que se las ingenia para cultivar patatas, comunicarse con la NASA y otros menesteres. Además, cuando sus compañeros de misión descubren que este sigue con vida, deciden acudir en su rescate, desacatando el mandato del centro espacial que coordina todos sus movimientos.

   Una escena del metraje aterroriza a los que quieren ver ataques al cristianismo en todas partes, pues el gran Matt Damon destroza un crucifijo para proporcionarse con su madera un fuego que le ayudará a sobrevivir; sin embargo, aquellos tales olvidan que, tras resolverse a ello, le espeta al Cristo que pende de él que confía en su auxilio. A partir de aquí, pues, da comienzo esa odisea que lleva a aquel a encarar toda dificultad con tal de continuar vivo, y aunque la presencia de Dios solamente se sugiere en determinados momentos, la citada escena nos recuerda que es su fe en Él la que lo está impulsando.

   Como ocurre en la vida ordinaria, muchos se oponen a mantener vivo al que ya se da por muerto, pero el espíritu de lucha y el horizonte de triunfo del interfecto hacen que todos se contagien y que quieran prestarle su ayuda y su oración. Eso ocurre en la Tierra cuando la humanidad descubre que aquel continúa con vida, y la ilusión por rescatar al que se creía perdido logra que se aúnen incluso países enemigos, como China y Estados Unidos. De este modo, el valiente astronauta se convierte para todos los hombres en un verdadero signo de esperanza, que les hace ver a todos que merece la pena vivir, aunque muchas veces la propia biografía se convierta en nuestro peor adversario.

   Es probable que el cineasta haya impreso este tinte ilusionante en su obra por la muerte de su hermano, el cual resolvió suicidarse al encontrar insoportable la enfermedad que lo atenazaba desde hacía años; tal vez haya querido gritarle póstumamente que vivir es la gran aventura de todo hombre, y que uno nunca debe perder la esperanza ante las dificultades que se le vayan presentando. Como decíamos al principio en relación a otro film, en el que el protagonista asesinaba a sus amigos para impedirles el sufrimiento, aquí el cine vuelve a enseñarnos que siempre hay una salida para el que tiene fe y mantiene viva su esperanza.
 
 

martes, 13 de octubre de 2015

White God


   Hay que reconocer que a veces el cine te sorprende. En esta ocasión, la película que hoy comentamos lo hace de manera especial, pues vuelve sobre el manido tema del comunismo, tan de moda nuevamente en nuestros días, pero bajo la mirada de un prisma muy particular. Esta vez, la crítica a la sociedad de clases y su consecuente revolución no está desempeñada por obreros sediciosos, familias explotadas o militares malnutridos (siempre diré que El acorazado Potemkin es uno de mis filmes favoritos), sino por una jauría de fieros canes que pone a raya a los estamentos opresores.

   Debo reconocer que no llegué a esta conclusión hasta que vi el final del metraje, cuando (SPOILER), tras la masacre liderada por el sanguinolento perro protagonista, su anterior dueña y el padre de esta se tumban en el suelo frente a él y sus secuaces, poniéndose a la misma altura que ellos; es verdad que algo intuí cuando un miembro de la sempiterna orquesta a la que acude la actriz principal interpretó los acordes de la Internacional, pero lo achaqué a una broma juvenil más que al hilo conductor del film. Y es que este nos narra la historia de un pobre animal que ve cómo, por culpa de un amo intolerante y despótico, pasa de una vida regalada en compañía de su propietaria a una existencia cruenta. Gracias a ello, va conociendo las diferentes realidades del mundo, que, sin embargo, comparten la triste verdad del proletariado: que este siempre será sometido por el señor burgués. Esto va fortaleciendo su carácter, y, cuando tiene la oportunidad, demanda su lugar en el mundo atacando a todos los que lo han oprimido, acompañado, claro está, de todo un séquito de miserables criaturas que solo pueden hacer oír su ladrido mediante la violencia. Al final, y como hemos dicho, el hombre en general, que es el alegórico burgués del relato, comprende que está a la misma altura de los perros, que es el metafórico obrero del metraje.

   Lógicamente, no soy comunista, pero aplaudo cuando una idea es bien presentada por el arte (una vez más, reivindico la olvidad figura de Sergei Eisenstein, el mejor divulgador cinematográfico que tuvo la Unión Soviética). Esta película lo consigue, mezclando muy bien originalidad y excelente manufactura. Es una buena fábula y un buen ejemplo de cómo hacer cine.