lunes, 14 de septiembre de 2015

La niebla


   Existen dos películas con este mismo título: por un lado, la dirigida por John Carpenter en el año 1980; por el otro, la que realizó Frank Darabont en 2007 (existe también un remake de la primera del año 2005, pero en España se conoció como Terror en la niebla). Una y otra comparten premisa: una espesa bruma se asienta sobre un pequeño pueblo costero; precisamente por su ubicación junto al mar, sus habitantes no detectan ningún inconveniente en ella, hasta que se suceden diferentes muertes que les hacen descubrir lo contrario. Pero mientras que la primera centra su atención en ofrecer al espectador una (magistral) narración de terror, la segunda pretende indagar en el comportamiento del hombre cuando se ve asediado por el miedo.

   A fin de conseguirlo, nos presenta a un heterogéneo grupo de personas que, tras el asentamiento de la misteriosa niebla, se queda encerrado en las dependencias de un supermercado; allí sufre los constantes ataques de las extrañas criaturas venidas con ella y, sobre todo, los diferentes problemas que genera la inaudita situación. Entre ellos destaca el que provoca la exaltación religiosa de uno de los componentes, una mujer firmemente convencida de estar viviendo un castigo divino y, como consecuencia, los últimos días de la humanidad. La dificultad estriba en que su soflama arrastra poco a poco a los otros miembros, logrando que se dejen invadir por el miedo en vez de hacerlo por la resolución.
 
 

   Ciertamente, una de las reacciones propias del ser humano ante el peligro es la oración, a la que, de alguna manera, acude también incluso la persona que se declara atea. Este recurso a Dios puede tener una vertiente de confianza hacia Él o, por el contrario, de pánico, que es la que esta película estudia. Quien confía en Él acepta su voluntad, y sabe que nada malo puede ocurrirle, a menos que Él mismo lo permita; quien desconfía de Él se sume en el terror, pues no ve su mano providente en la situación que está viviendo. Los que actúan así, terminan entendiendo a Dios como un ser justiciero y maligno, deseoso de la pena y no del perdón, como es su verdadera naturaleza.

   No es difícil entender que la niebla que da título al film es una alegoría del mal, como la negra oscuridad que uno experimenta en la dificultad. En efecto, el hombre se topa una y otra vez con el sufrimiento, con el dolor, con la responsabilidad y con la contradicción, por lo que, como expresábamos arriba, puede optar por dos caminos: o bien asumirlo, o bien rechazarlo. Una persona que rechaza constantemente cualquier sentido de la responsabilidad o que huye del dolor (hoy mismo estamos en una sociedad que promueve el vivir pasándolo bien, sin responsabilidades ni ataduras), acaba por encontrarse con ellos, pues es inherente al ser humano. Por desgracia, al haberlos soslayado, no es capaz de asumirlos, y el sufrimiento es mayor.

   Por el contrario, aquel que es capaz de aceptar el dolor y la responsabilidad, se fortalece ante las diferentes situaciones que la vida le va proponiendo. Concretamente, el cristiano ve en el dolor su propia cruz, es decir, el camino que Dios le marca para alcanzar la gloria, que es su objetivo. No es que el cristiano ame el sufrimiento por sí mismo, sino por lo que hay a continuación, esto es, la vida eterna: del mismo modo que Cristo cargó el madero y sufrió su pasión antes de resucitar, aquel entiende que su carga es el camino a la eternidad.  

   Aquella fanática mujer a la que aludíamos al principio es prueba clara de la persona que desconfía de Dios hasta sentir pánico de su presencia; por esta razón, la película la condena con un certero disparo que pone fin a su vida. Pero su visión ha calado incluso en los protagonistas principales del relato, que, ante su sufrimiento, deciden suicidarse (¿eutanasia?). Sin embargo, no bien han ejecutado su crimen, la niebla se disipa y los monstruos desaparecen, haciéndoles comprender su error, ya que nadie sabe qué planes dispone Dios para cada uno de nosotros. Para fortalecer esta idea, un rápido pero elocuente plano nos presenta la sonrisa complacida y amable de una señora que, al principio de la historia, había abandonado el supermercado con el fin de reunirse con sus hijos, a los que amaba; como ella ha sobrevivido a pesar de que le anunciaron lo contrario, podemos entender que su amor, que siempre tiene su origen en Dios, es lo que la ha salvado.   
 
 

sábado, 5 de septiembre de 2015

Cocoon


   Cuando en 1982 Steven Spielberg estrenó su cinta más personal, E.T., el extraterrestre, cambió para siempre la opinión de la humanidad acerca de los alienígenas: de alzar los ojos con pavor a las profundidades espaciales aguardando una inminente invasión marciana, el hombre pasó a desear con ardor un contacto con los seres que supuestamente las habitan. Como no podía ser de otra manera, el séptimo arte se hizo eco de esta voluble visión, y mientras que en la década de los cincuenta advirtió de su presencia al respetable con La Tierra contra los platillos volantes, la primera versión de La guerra de los mundos y La invasión de los ladrones de cuerpos, a partir de la visita del entrañable hombrecillo ideado por el autor de Encuentros en la tercera fase, lo reconcilió con ellos: de esta manera, nos presentó al desvalido extraterrestre de Mi amigo Mac y nos hizo creer que unos niños podían aventurarse entre las estrellas y dialogar con ellos sobre sus inquietudes en Exploradores (¡hasta el mismísimo John Carpenter tuvo que renunciar a su magistral La cosa a favor de la más ñoña Starman!). Y aunque ninguno de estos filmes deja de ser un émulo del imaginario spielbergiano, podemos hallar entre ellos alguna agradable sorpresa.

   Una de las citadas sorpresas es Cocoon, de Ron Howard, director que alcanzaría la cumbre de su éxito con la famosa Apolo 13. En el film que nos ocupa, podemos ver a unos extraterrestres que, adoptando apariencia humana, se infiltran en las inmediaciones de un pequeño pueblo de la costa norteamericana con la intención de recuperar a los miembros de una expedición que cayó al mar hace miles de años. No obstante el tiempo transcurrido, los componentes de la misión han logrado sobrevivir gracias a unas cápsulas preparadas para tal efecto. Como estos recipientes solo son viables bajo el agua, cada vez que uno es descubierto, es sumergido de inmediato en una piscina, a la espera de reunir a todos y poder partir de regreso a su planeta de origen. Pero la casualidad quiere que justo al lado de dicha piscina haya una residencia de ancianos, y que un grupo de estos acuda regularmente a ella para bañarse en sus aguas; como es normal, nunca han experimentado nada fuera de lo común, hasta el día en que lo hacen tras haber sido depositadas en ella las primeras piedras: a partir de ese momento, sienten que su fuerza y su jovialidad se revitalizan, por lo que comienzan a disfrutar de una vida que se situaba en el ocaso.
 
 

   Como se puede comprobar, la película que hoy nos ocupa se aparta notablemente del tono infantil que caracteriza a los filmes citados arriba, a pesar de la presencia en ella de Barret Oliver, actor en boga a la sazón gracias a su papel en La historia interminable y en D.A.R.Y.L.; tanto es así que podríamos hablar de un largometraje centrado en la ancianidad. Ciertamente, la película encierra en sí una bella metáfora acerca del fugaz paso de la vida y de esa última etapa a la que el hombre debe enfrentarse antes de morir; es por ello que nos ofrece constantes reflexiones acerca del ocaso de la existencia, del amor que permanece fiel a pesar del paso de los años y de ese innato e innegable deseo de exprimir la vida al máximo antes de abandonarla (la hermosa fotografía de Donald Peterman, que alcanza su culminación en los sempiternos crepúsculos que acompañan al relato, y la hermosa partitura de James Horner nos introducen perfectamente en ese mundo de la tercera edad que el film pretende describir).

   Pero lo más interesante de la obra tal vez sea su tramo final, en el que los ancianos de la residencia son invitados por los alienígenas a partir con ellos hacia las estrellas, donde podrán vivir para siempre sin dolor ni sufrimiento. Obviamente, todos aceptan la invitación de sus amigos estelares, por lo que zarpan a bordo de un yate hasta el lugar donde serán recogidos por la nave espacial. Sin embargo, el corto trayecto no les resultará sencillo, pues el niño interpretado por Oliver intenta embarcar con ellos, provocando que otros familiares de los ancianos procuren disuadirlos de lo que, a sus ojos, es una locura. No obstante, la embarcación alcanza el lugar designado y, tras unos efectos especiales propios de la época, es abducida y conducida al cielo. El pobre Oliver, que tanto deseaba estar junto a sus abuelos, salta en el último momento y se reúne con su madre, quien, al no haber presenciado la ascensión del barco, piensa que los ancianos han muerto ahogados.

   Aunque el film concluya con el funeral organizado por la supuesta muerte de los ancianos y con la pícara mirada del niño protagonista dándonos a entender que él cree firmemente en que sus abuelos navegan y navegarán eternamente por las llanuras siderales, este colofón, a mi juicio, encierra una bella metáfora sobre la muerte y la vida eterna. Como hemos dicho arriba, el metraje nos describe con precisión las vivencias de unos hombres que contemplan cómo sus vidas discurren rápidamente hacia su final, sintiéndose incapaces de aferrarla, como desearían; mas, aunque al principio no parecen aceptar su situación, al conocer el poder curativo de las piedra alienígenas, cobran nuevas esperanzas, que se solidifican cuando los extraterrestres que las recaban les ofrecen partir hacia las estrellas. Podemos entender, pues, que el film narra realmente el modo en que los protagonistas se enfrentan a sus últimos días de vida, y cómo, aunque se sienten tristes por ello, poco a poco descubren la promesa de una vida eterna que les infunde la felicidad que con tanta urgencia necesitaban.
 
 

   Ciertamente, la muerte continúa siendo un gran misterio para el hombre de hoy, pues, a pesar de los altos logros alcanzados, aún no ha podido frenar esta última despedida a la que el mismo debe someterse; así, aunque es verdad que en la actualidad contamos con medios que alargan nuestros días en la tierra más que los gozados en otras épocas, al final siempre aparece la muerte para ponerles fin. Ante esta verdad, al ser humano se le ofrece una disyuntiva: o bien rebelarse contra ella y convertir la agonía en una auténtica pugna por mantenerse vivo, o bien aceptarla con la confianza de que no es sino el paso a una vida sin final. Esta última es la actitud propia del cristiano, que ve en la resurrección del Señor la prueba definitiva de que la decrepitud del cuerpo y su inhumación no tienen la última palabra; es por ello que acepta la muerte confiando en que la recuperará gloriosamente.

   En nuestros días, esta certeza ha pasado a un segundo plano, y al hombre ya no se le instruye en ella. Sin embargo, sigue albergando dentro de sí un deseo de eternidad que apunta a la existencia de una vida de ultratumba a la que su alma lo está convocando. Por desgracia, y para saciar esa sed, se ha conformado con las dosis que le administran los nuevos credos, que, rechazando la resurrección, proponen diferentes sustitutos, como la reencarnación, que es una manera engañosa de eludir la muerte y de prolongar la vida en este suelo, aunque sea en un cuerpo distinto al propio. Pero ¿no hay mayor tranquilidad que el sosiego eterno que nos promete una vida sin fin donde ya no habrá dolor ni sufrimiento y donde el amor imperfecto que experimentamos en nuestra vida terrena alcanzará su perfección? Los ancianos del film lo saben muy bien, por lo que acuden con diligencia a la llamada de la muerte (es oportuno recordar que la mar siempre ha sido signo de esta, por lo que no es casual que su último viaje lo hagan a bordo de un barco), a pesar de la oposición que encuentran por parte de sus familiares, que hacen lo posible por devolverlos a la orilla de esta vida.

   En mis años de sacerdocio he podido comprobar cómo muchos ancianos, agobiados por el peso de los años o en el umbral de la muerte, aceptan con agrado el abrazo de esta última, pues saben que ya han vivido mucho, por lo que su mayor deseo es el descanso eterno y la compañía de aquellos que aquí amaron y que fallecieron antes que ellos. Por otro lado, también he visto (y es natural que así sea) cómo los familiares próximos se aferran a cualquier hálito para mantenerlos con vida, impidiéndoles que den ese paso que ellos están ansiosos por dar. Tal vez, como en el film, estos que aceptan la muerte estén dando un ejemplo de entrega y confianza absolutas a aquellos que, por verla de lejos, no están dispuestos a asumirla.

   La película, pues, es un buen ejercicio de reflexión acerca de la ancianidad y la vida eterna, temas que hoy no aparecen en la opinión pública, pues la primera recuerda al hombre que sus días en la tierra no son eternos, y la segunda, que Dios existe y puede premiar con ella o castigar con su ausencia. Es por ello que, a pesar de aprovechar en su momento el filón abierto por Spielberg y su bienintencionada visión de los extraterrestres, Cocoon se concede a sí misma el galardón de ser una gran obra, pues supera los clichés del género cinematográfico y ahonda en una temática difícil y sensible, de la que sale sin duda airosa.